2. Pueblos de Pescadores


Los Pueblos de Pescadores habían quedado aislados al oeste de la Llanura Vacía. No mercadeaban como antaño con las ciudades de Orent y Arcogris, que estaba a varios días en barco al Sur. De vez en cuando hacían intercambios con pescadores que venían de allí; les daban cama a cambio de cerveza u otros alimentos que en sus penínsulas no encontraban. El dinero no valía nada allí. En el Norte nunca había nada bueno, y por tanto nunca se dirigían allí. Fue a raíz del fracaso del juglar Lum, hijo del glorioso Brales, en el último intento de los hombres del Norte por conquistar el Sur a través de El Pasito que habían quedado sin ningún contacto. Hacía de eso ya 15 años.
Los Pueblos de Pescadores no tenían ningún otro nombre, porque nunca se sabía muy bien donde empezaba un pueblo y terminaba el otro. Siempre había entre medias pequeñas casas de piedra cubiertas de líquenes con techos de paja podrida y ventanas y puertas de madera desgastada por el salitre, o viejas barcas de faenar abandonadas.
La costa en aquella zona jugaba con el Mar del Calamar, formando alargadas penínsulas donde los hombres habían construido primitivos puertos de madera, ahora pútrida e insegura. Los hombres eran quienes solían pescar en el Mar de Calamar, y las mujeres solían educar a los jóvenes y arreglar las redes, así como cuidar los pequeños huertos que solían compartir varias familias a la vez.
El Mar del Calamar recibía su nombre del Primer Intento de Invasión de los hombres del Norte. Ocurrió hace no menos de cuatromil años, pero todo el mundo conocía bien la historia. El valiente marinero de Las Islas Jhom, Boros El Caimán reunió naves de guerra bordeando todo el Sur para hacer cara a la flota de los hombres del Norte. “Sin duda los vientos que allí arriba les gobernaban los llevarían hasta el Mar Rudo” pensó Boros. El Mar del Calamar era conocido en aquel entonces como el Mar Rudo. Pero en lugar de una flota, Boros se encontró una manada de krakens, despertados del fondo del mar por la magia oscura del Norte.
Fue Sob, el primer portador de la Bandurria del Dios Trueno y hombre venido del Norte quien evitó la catástrofe. Apareció justo cuando los gigantescos tentáculos del más grande de los krakens abrazaban la nave de El Caimán, La Propiedad. Subido en un pequeño bote de madera, ejecutó con maestría lo que posteriormente se conocería como la Nana de las Tormentas. El cielo rugió con cada nota, y las bestias desaparecieron en la oscuridad del mar. Fue mucho tiempo antes de que la Bandurria los maldijera a todos. Su último portador, Lum, había desparecido tras la Maldición de Léh, llevándose con él tan valioso instrumento.
Caía la noche sobre Los Pueblos de Pescadores y uno de los últimos en llegar a él, el joven Stan, decidió acercarse a la Taberna de Coral para tomar un poco de cerveza del Sur. Detrás de la barra estaba la mujer a la que todos llamaban Susto, debido a sus escasos atributos femeninos, y por las mesas algunos viejos marinos de piel curtida y barba larga y blanca como la misma nieve bebían. Se decía que Susto había escapado del Sur hacía seis años, que su voraz apetito sexual, conocido por todos los pesadores, la había hecho huir de las garras de los baleros.
El joven Stan pidió una jarra de cerveza y buscó con la cabeza a su buen amigo Franz, que aún no había llegado. Era pronto para Franz, al cual le gustaba aparecer bien entrada la noche. Sin querer, o quizá queriendo, Stan centró su atención en la distendida charla que mantenían dos ancianos 
-  Hace un par de días llegó un pescador de Orent, y se quedó a dormir en mi casa – dijo el más viejo de los dos, acariciándose sus rugosas manos -. Los baleros han hecho la Segunda Llamada. Sin duda, la Maldición ha llegado al Sur. 
- Malos presagios, el viento del Norte viene más frío y más veloz que nunca antes – dijo el segundo empuñando su jarra de cerveza -. En mi larga vida había visto el mar tan furioso. 
- Vienen tiempos de guerra.
En aquel momento llegaron dos forasteros a la taberna. Se hizo el silencio. Hacía catorce largos años en que nadie nuevo había llegado a los Pueblos de Pescadores. Las últimas familias en llegar fueron precisamente las de Stan y Franz, cuando ellos apenas tenían tres años. Los forasteros eran altos y delgados, y vestían ropas ceñidas y negras. Sobre ambos descansaban dos capas con capucha y cuellos con pelaje. En sus cintos, descansaban dos espadas finas y ligeramente curvadas. Espadas del Este. ¿Qué hacían allí dos forasteros del Este? Uno de ellos se acercó a la barra. Con el acento que caracterizaba a las gentes del otro lado de la bautizada recientemente como Cordillera del Destierro, la voz surgió de la oscura capucha: 
-  Tabernera, ¿Dónde viven Franz de las Altas Miras y su madre, Mirleen de Tipoll? 
-  ¿Por qué habría de dar a dos desconocidos tal información? 
-  Mujer, los caballeros de Guj somos hombres de honor. Nosotros protegimos Barro a lo largo de los siglos de Norte. Nosotros protegimos Barro más allá de la Cordillera del Destierro contra la Maldición de Léh y después contra los baleros. Nosotros expulsamos a todos los que debimos expulsar a las montañas y las guardamos. Contesta a mi pregunta. 
- He oído hablar de vosotros –dijo la mujer, que continuaba lavando y recogiendo jarras y platos-. Pero no de quienes decís –La mujer mentía. Conocía bien a Franz. Era un borracho encantador.
Susto continuó recogiendo y comenzó a colocar las jarras bajo la barra. Los hombres de negro no se movían de su sitio. Susto sacó entonces una ballesta de debajo del mostrador. Había espantado muchas refriegas con ella, pero a decir verdad no estaba segura de que funcionara. 
- ¡Largaos, hombres de negro! No necesitamos forasteros del Este en nuestros tranquilos pueblos. 
-  Muy bien mujer, pero si ves a Franz de la Alta Mira, dile que estamos en la Posada Triste. 
- Claro, yo le avisaré –Contestó la mujer irónica y desagradable, sin dejar de apuntarles mientras abandonaban el local. 
- Claro que lo harás –dijo uno de los hombres de negro, dejando entrever una sonrisa bajo la capucha y cerrando la puerta a su espalda.
Una vez los dos hombres se hubieron marchado, Susto guardó el arma. Pero continuó alterada y lanzando pensamientos al aire. 
- ¡Ningún hombre sometido a un tirano del Norte da órdenes a la hija de un pescador!
En el Este, al otro lado de la Cordillera del Destierro, se encontraban los últimos reductos de la gran civilización que había prosperado en el continente de Barro. Cuando comenzó a crecer la Maldición de Léh, un brujo del Norte, conocido como el Murgaño, había detenido la infección a los pies de las montañas. Se decía que además había detenido a los baleros despertando a una gran bestia que dormía en el Lago Busta, pero lo cierto es que aquello en los Pueblos de Pescadores no era más que un rumor traído del Sur.
El Murgaño gobernaba Barro desde la Ciudad de Ral, muy leal a él. Por el contrario, en la ciudad de Guj permanecía la vieja orden de Caballeros de Guj que, ayudados por la Bandurria del Dios Trueno, habían expulsado a los invasores del Norte batalla tras batalla a los largo de los siglos. Hasta la Maldición de Lum, la Maldición de Léh y la Maldición de todo Barro. Desde entonces, los Caballeros de Guj gozaban de una dudosa reputación.
Poco a poco, el silencio fue desapareciendo en la taberna, y Susto continuó recogiendo y atendiendo a los pesadores. 
- Muchacho –susurró Susto a Stan al pasar junto a él, con una bandeja de jarras vacías que había recogido de una mesa-. Avisa a Franz. Que no venga hoy. Espérame junto a la puerta antes de salir. Engañaremos a alguien que nos pueda estar observando.
Cinco minutos después la puerta de la taberna se abrió de golpe, y Susto empujó al exterior a un aparentemente borracho Stan, al grito de “Borracho” y comentando que “Ya había aguantado bastante por hoy y no tenía el coño para flores”. Stan se alejó haciendo eses y tarareando la vieja canción conocida como “Boros el putero”, en memoria del insigne marinero, lejano ya en el tiempo.
Conforme Stan se fue acercando hacia la casa de Franz fue dejando de fingir la borrachera. La casa donde vivía Franz estaba a unos quince minutos andando desde la posada, cerca de El Vigía. En lo alto de aquella torre, a través de una ventana se veía el tintineo de un candil. Por encima, las viejas campanas asomaban por las últimas ventanas del torreón y en el  tejado una inmensa fogata servía de guía.
La casa de Franz había sido abandonada mucho tiempo atrás, y con la llegada de las últimas familias del Este había sido acondicionada con la ayuda de los pescadores para ser habitada de nuevo. Era una casa de piedra sencilla, de una planta.
Stan tocó la puerta de madera pútrida un par de veces. Unos segundos después las bisagras rasgaron el furioso sonido del oleaje. No estaban oxidadas, porque estaban construidas con metales de las minas de Léh, pero sí mugrientas. Tras la puerta, una mujer que había rebasado los cincuenta años vestía un amplio vestido de lana gruesa y marrón. A su espalda, el sonido de las cuerdas de un laúd. 
- Mirleen, dice Susto que no vuelva tu hijo a la taberna en un tiempo. 
- Iba a ir ahora, estaba tocando un rato –el tono de voz de Mirleen era cansado y quebradizo. Sin duda había sufrido mucho a lo largo de su vida- ¿Acaso se peleó con alguien? 
- Nada de eso, señora. Vinieron hombres a buscarle. Hombres del Este, caballeros de Guj. Susto los echó de allí como las ratas que son.
El rostro de Mirleen se iluminó. No se despidió de Stan. Simplemente cerró la puerta ensimismada, con la mirada perdida en el horizonte.
El interior del hogar era pobre y sencillo. Una vieja mesa de madera redonda ocupaba el espacio central del comedor. La chimenea estaba situada en la pared que separaba esa primera estancia de las alcobas, transmitiendo así el calor a través de la pared. La mujer abrió la puerta que llevaba a una segunda sala, que se dividía en dos formando un par de pequeñas alcobas. A la entrada de cada una de ellas colgaban gruesas cortinas enmohecidas. Delante de los habitáculos, un viejo armario servía para guardar ropas de abrigo y calzado.
La cortina del habitáculo de Franz estaba descorrida. Sobre un colchón de lana, un joven de pelo largo y oscuro y piel pálida jugaba con un laúd a la luz de una vela. Caprichos genéticos hacían mover sus dedos por el mástil con una precisión y velocidad como ningún pescador había visto. A veces bajaba el laúd a la taberna, para tocar mientras Stan cantaba sus canciones. Tenía las piernas entrecruzadas y sobre ellas yacía abierto un viejo cancionero. 
-  Hijo mío –dijo Mirleen con delicadeza-. A partir de hoy, debes practicar mucho más. No salgas a pescar. Sólo toca.
Mirleen se dirigió a su alcoba. Abrió un viejo cofre que había venido con ellos del Este y extrajo un viejo libro. <<La danza de las bestias>> rezaba el cuero pútrido que se hundía en la portada. Mirleen se lo entregó a su hijo, llorando. Acariciando su pálida piel le dijo: 
- A partir de hoy, tocarás estas canciones.

1. Carrace

Ambientación: reproduce los dos videos a la vez.



No solía ocurrir, pero hacía frío. El segundo sol, el Despiadado, una vez más había sido derrotado por su gemelo, el Compasivo. Una batalla en la que se repetía el resultado desde que el Ojo del Halcón apresara a ambos y los obligara a girar eternamente. Ciclón solar. Uno llega para llevarse la oscuridad. Otro asola. Uno vence y arrastra al otro. La noche comenzaba. Fría.
Un hombre observaba el cielo del horizonte, más allá de los campos de trigo y los olivos, que se agitaban por el viento enfurecido.
Como siempre. Siempre viento. Siempre.
-¿Qué estás mirando?-
-Aquellas nubes de allí-
-¿Crees que lloverá?-
-Parece que sí-
-También hace frío…-
-No deberías sentirlo, estás muerta-
-Entonces no podrías hablar conmigo-
Pero siempre hablaba con ella. Siempre. Aún sabiendo que había muerto hacía nueve años. El mundo había cambiado demasiado, y en demasiado poco tiempo. Para todos. Parecía que el camino de la humanidad estaba envuelto por una tupida bruma húmeda, gris y verde, como la que cubría la Llanura Vacía. Peste. Nadie sabía qué hacer. Las únicas certezas que tenía en aquellos momentos Tamar eran que los dos soles volverían, que su mujer estaba muerta y que jamás se detendría el viento en Carrace. Siempre viento. Siempre…
-Ellos te mataron-
-No estoy muerta-
-Si lo estás-
-Entonces no me oirías-  
-Lo único que se oye es el viento-
Y así era. Y empeoraba.
Quizás era el viento el que arrastraba la voz de su difunta esposa. Los habitantes del Valle del Viento creían que, al morir, las almas giraban eternamente dentro del implacable Ojo del Halcón, junto a los Gemelos. Una cárcel que impedía que los muertos atormentaran a los vivos y un destino menos apaciguador del que predicaban otras religiones. Paraíso eterno: no en Carrace.
El lugar dónde el viento sopla constantemente. Dónde los Gemelos se enfurecen al pasar, porque odian el viento, su prisión. La lucha de los dos soles sobre la tierra seca y dura era más feroz que en otros lugares. Aunque el agua no escaseaba tanto como en la Llanura Vacía, la vegetación apenas podía sobrevivir sin el trabajo constante de las personas. Sudor. Tierra seca y dura que paría hombres secos y duros. Y locos. Todos estaban locos y creían en locuras.
La vida en el Valle del Viento no era sencilla, pero sobre cualquier lugar de Irune se podía subsistir, salvo en Léh.
Léh es la muerte. En Léh empezó todo.
El orgullo de Barro. La ciudad más bella y magnífica que había levantado la humanidad. Léh: el centro del mundo: ahora la muerte.
Cualquier sitio es mejor que Léh.
Su caída trajo consigo tiempos de guerra, miedo e incertidumbre.
Sin conocer la verdadera causa de la peste que azotó Léh, los baleros, fieles de la religión mayoritaria en Semilla, consideraron que sus dioses habían castigado a la humanidad. Iniciaron una cruzada contra todo culto contrario a sus creencias: era necesario aplacar la ira de los dioses. Pero la muerte de los infieles no sirvió de nada.
Cuando los baleros vieron que la peste avanzaba sin control nació la Custodia. El hipotético fin de un fanatismo que Tamar no podría perdonar, porque su mujer fue víctima de él.
-No me ignores, puedes oírme-
Vista al suelo. Si que la oía, pero sólo en su cabeza. Lo único que suena en Carrace es el viento. Todo carrence aprende en su juventud a escuchar. Su oído está entrenado para distinguir los sonidos que se entremezclan con el eterno vendaval. Los mejores espías. Los mejores cazadores: pueden sentir el crujido de la tierra cuando una liebre sale de su madriguera y el susurro que produce una serpiente al deslizarse entre el centeno. Tal vez ese oído agudizado al extremo es la causa de que muchos carrences escuchen voces en su cabeza. Aunque escuchar a los muertos es algo muy diferente.
Tamar miró al cielo de nuevo cuando un copo de nieve se posó sobre su coronilla. Viento, frío y agua: mala combinación. Había que marcharse.
Dio la vuelta y se alejó de lo que una vez fue el escenario de una boda. La suya.
-A mí también me encanta este lugar. Lo sabes. Por eso lo escogimos-
Tras quince minutos andando se perfilaron los edificios de la ciudad. Carrace era aburrida. Las casas eran bajas, de dos pisos como mucho, con gruesos muros encalados y tejados que se caían a pedazos. En su mayoría estaban ocupadas por varias familias, que se repartían los pisos. Una ciudad aburrida de provincia por la que no merecía la pena ni pasar. No había nada interesante que ver.
Quedaba una manzana para que Tamar llegara a su casa cuando el viento, el agua y el frío intensificaron su danza. Nieve. Era muy raro verla en Carrace.
Llegó corriendo. Abrió el pesado portón y atravesó el dintel, en el que se leía tallado “Suber”.
-¡Menos mal! Ya empezaba a preocuparme-
Esta voz sí que era real.
-Lo siento madre. Me he distraído-
-Tu padre está arriba. Nos dijo que subieras cuando llegaras-
-Subiré en un rato, tengo que cambiarme. Mi ropa está empapada-
Tamar se dirigió a su habitación.
-¡Espera!-
Esta voz también era real.
-¿Si?-
-No he podido verte a la hora de comer. Toma, lo he hecho yo. Feliz cumpleaños-
La mano de una mujer cincuentona le tendió una camisa de hilo fino, verde y negra, con ribetes marrones: los colores de Carrace: los colores de las olivas. Se acercó a recogerla sonriendo.
-Muchas gracias-
La suegra de Tamar llevaba ya bastante tiempo viviendo en la casa. Era una señora triste y sin ningún lugar a dónde ir. Había perdido a su marido y su hija el mismo día, y no le quedaban familiares. Su carácter amable y su entrega hacia los demás la habían convertido a ojos de Tamar en un miembro más legítimo de su familia que algunos de sus primos carnales.
-Es muy bonita-
Esta voz no era real.
-Es muy bonita-
Se oyó decir Tamar.
-Me alegro de que te guste. La tela es buena, la compré hace años y no sabía qué hacer con ella-
-Es muy elegante, gracias. Voy a probármela ahora mismo-
Y Tamar entró en su habitación. Se quitó la ropa húmeda, remplazándola por la camisa y unos pantalones secos. Cuando iba a salir se acordó otra vez: fue mañana. Nueve años.
-¿Por qué estás triste?-
Salió.
-¡Qué bien te queda!- dijo su madre
-Parece un gran señor- reconoció su suegra
-¿Sabéis que es lo que quiere mi padre? Hace tiempo que no hablo con él…-
-Ni idea. No nos ha dicho nada. Es tan reservado como lo era tu abuelo-
-Espero que no sea otra vez uno de sus desvaríos-
-Debes tener paciencia, ya sabes que lleva años con el mal del viento-
Su padre oía voces, aunque no la de los muertos.
Tamar subió las escaleras, atravesó el pasillo y llamó a la puerta del fondo.
-Adelante-
Entró.
El estudio estaba rodeado por unas estanterías que llegaban hasta el techo. En ellas reposaban libros y pergaminos que su padre conservaba de sus años como alguacil de la ciudad. Uno de esos pergaminos informaba sobre el desastre en Léh. En otro se informaba de la rendición del Valle del Viento frente a los baleros.
-¿Querías verme?-
-Te he dicho que no es factible construir canales en lo alto de la colina, se evaporaría toda en un abrir y cerrar de ojos-
Otra persona se habría extrañado por este recibimiento, pero Tamar sabía que su padre no le hablaba a él.  Estaba sentado en su butaca frente a la mesa y estudiaba un mapa muy antiguo de algún terreno cercano a la ciudad.
-¿Querías verme, padre?- repitió Tamar
-Sí, siéntate-
Al acercarse, Tamar se percató de la tristeza que reflejaba su rostro.
-¿Qué haces con tu vida?-
Una pregunta muy dura.
-Sigo en el ayuntamiento haciendo números sobre la producción de los campos-
-Deberías dejar tu trabajo-
-Entonces no entraría dinero en casa-
-Tenemos dinero suficiente para vivir. Olvidas que estuve años ahorrando. Tú debes dejar tu trabajo-
-Si se trata otra vez de lo mismo que…-
Su padre le interrumpió:
-Se ha hecho la Segunda Llamada-
-¡No me importa!-
Un golpe en la mesa silenció la ventisca de fuera por un instante.
-¡Debes vengar a tu mujer! El viento la ha liberado-
Tamar se retorció incómodo en su asiento. Siempre igual. Se moría de ganas por llamarle chiflado, pero habría sido como insultar a un espejo. Su padre no paraba de repetirle su deber para con su difunta esposa cada vez que se veían, por eso Tamar le evitaba.
Ante su silencio, el anciano continuó:
-Tu mujer ha escapado del Ojo del Halcón. La muerte de un ser querido debe ser vengada o su voz puede volver para atormentarte. Y sé que me mientes. Sé que la escuchas-
-No es cierto- dijo Tamar
-¡Qué mentiroso!-
Esta voz no era real.
-Tienes que enfrentarte al viento que se la llevó. Conoces nuestras creencias…-
Esta vez, Tamar interrumpió a su padre.
-Las viejas creencias murieron con mi mujer. Murieron cuando los baleros arrasaron Carrace y el Valle del Viento se rindió. Ya nadie sigue las antiguas creencias-
-¡Lo hacen! Saben que para que el Ojo del Halcón aprese las almas de sus seres queridos deben vengarse…pero les aterra plantarle cara a ese viento-
-¿Plantarle cara a los baleros, a la Custodia? No podemos vengarnos de ellos…-
-¡No!- exclamó su padre- ¡Es Léh lo que temen!, ¡tienen miedo de Léh!-
Léh es la muerte. En Léh empezó todo.
-Las criaturas de Léh no mataron a mi mujer-
Tamar se levantó y salió de la habitación.
Habían pasado nueve años desde que su mujer muriera. Cinco desde que se detuvo la persecución de los baleros, se hiciera la Primera Llamada y naciera la Custodia. Tan solo un día desde que se hiciera la Segunda Llamada.
Unos baleros mataron a su mujer, pero Tamar no sentía por ello un odio generalizado sobre todos los creyentes de esa religión.
A quien de verdad odiaba Tamar era a la Custodia.
Aquellos baleros que antaño perseguían a los infieles ahora se habían convertido en el escudo que defendía Semilla de los terrores de Léh. Justo al sur de la ciudad maldita se elevaba en una isla el Bastión Custodio, una fortaleza titánica en la que convivían hombres llegados de todas partes del mundo. Tras sus brutales muros se entrenaba un ejército sin nacionalidad, cuyo único objetivo era destruir a las criaturas antaño humanas que infestaban Léh.
La Custodia se declaraba aconfesional, pero todo el mundo sabía que sólo los baleros podían acceder a los cargos más altos. Y los que fundaron y dirigían en esos momentos la Custodia eran los baleros fanáticos que persiguieron al resto de religiones y arrasaron el Valle del Viento.
A pesar de lo que le había dicho a su padre, Tamar no creía que las viejas creencias se esfumaran tras esa cruzada de intolerancia y miedo. La tierra roja de Carrace había sido el escenario de incontables venganzas en base a las creencias del Valle del Viento, y no olvidaría el paso de las hordas de fanáticos.
Las creencias seguían: el alma de una persona asesinada está incompleta porque el último aliento que expira pertenece a su asesino. El Ojo del Halcón no puede apresar un alma incompleta, porque ésta siempre busca el pedazo que le falta, el último aliento: el de la partida. A veces el viento puede arrastrar las voces de los muertos no vengados, pero pocos las oyen, porque nadie quiere escuchar las palabras de la muerte.
Para los extranjeros, que no han madurado con el eterno vendaval ensordeciéndoles, era muy difícil entender el papel del viento en la cultura de Carrace. De ahí que el Valle del Viento fuera uno de los primeros sitios en sufrir el azote de los fanáticos.
Tamar desconocía quién asesinó a su mujer. Encontrar al culpable de su dolor en la Custodia era una tarea imposible que compartía con muchos carrences. No siempre se podía liberar el último aliento de un ser querido matando a su asesino, pero por otra parte, algunos consideraban que el objetivo de una venganza debía ser el verdadero origen de la muerte.
“El Ojo del Halcón, el origen del universo, busca el origen de la muerte”. El padre de Tamar se encontraba entre los que pensaban de esta manera, y desde este punto de vista, la maldición de Léh era el origen de todas las muertes en el Valle del Viento, ya que por ella surgió el fanatismo de los baleros. Destruir Léh quizás podría liberar el último aliento de los asesinados, y por eso muchos carrences se unieron a la Custodia cuando se hizo la Primera Llamada, a pesar de que sentían un odio visceral hacia ella. Había tiempo para dos venganzas.
Tamar bajó las escaleras, y sin decir nada a su madre y a su suegra, se encerró en su habitación y se tumbó en la cama.
Si Léh no hubiera sido azotada por la peste su mujer no habría muerto. No habría existido la persecución. No existiría la Custodia. En Léh empezó todo. Los baleros la mataron, pero quizás no era a ellos a quienes tenía que matar. En eso creía el padre, y en eso comenzó a creer el hijo la noche antes de irse de Carrace.
Debía ir a Léh: a la muerte. En Léh empezó todo. Léh sería el final.
Y la Segunda Llamada sólo podía significar una cosa: la peste había saltado a Semilla.
-Tengo que ir a Léh-
-Ya sabes lo que te aguarda si vas-
-Voy a salvarte-
-Estoy a salvo, contigo…-
-No lo estás: no existes. Eres incorpórea, eres intangible, no puedo amarte…-
-¿Y qué eres tú?-
Tras las ventanas la nieve caía implacable. Era muy raro verla en Carrace. Tamar se incorporó y echó un vistazo fuera, temblando. Frío y miedo. Debía ir a Léh. Tenía que salvarla: tenía que apresarla. No podría llevar flores a su tumba porque al día siguiente se iría de la tierra roja, seca y dura que le había sostenido treinta años. Felicidades: más bien pocas.
Por lo menos se libraría del viento. Siempre viento. Siempre…
Volvió a tumbarse y cerró los ojos.
-Buenas noches-
Quizás era el viento el que arrastraba la voz de su difunta esposa.
O quizás, simplemente, Tamar estaba loco.