Ambientación: reproduce los dos videos a la vez.
No solía ocurrir, pero hacía frío. El segundo sol, el Despiadado, una vez más había sido derrotado por su gemelo, el Compasivo. Una batalla en la que se repetía el resultado desde que el Ojo del Halcón apresara a ambos y los obligara a girar eternamente. Ciclón solar. Uno llega para llevarse la oscuridad. Otro asola. Uno vence y arrastra al otro. La noche comenzaba. Fría.
Un
hombre observaba el cielo del horizonte, más allá de los campos de trigo y los
olivos, que se agitaban por el viento enfurecido.
Como
siempre. Siempre viento. Siempre.
-¿Qué
estás mirando?-
-Aquellas
nubes de allí-
-¿Crees
que lloverá?-
-Parece
que sí-
-También
hace frío…-
-No
deberías sentirlo, estás muerta-
-Entonces
no podrías hablar conmigo-
Pero
siempre hablaba con ella. Siempre. Aún sabiendo que había muerto hacía nueve
años. El mundo había cambiado demasiado, y en demasiado poco tiempo. Para
todos. Parecía que el camino de la humanidad estaba envuelto por una tupida
bruma húmeda, gris y verde, como la que cubría la Llanura Vacía. Peste. Nadie
sabía qué hacer. Las únicas certezas que tenía en aquellos momentos Tamar eran
que los dos soles volverían, que su mujer estaba muerta y que jamás se
detendría el viento en Carrace. Siempre viento. Siempre…
-Ellos
te mataron-
-No
estoy muerta-
-Si
lo estás-
-Entonces
no me oirías-
-Lo
único que se oye es el viento-
Y
así era. Y empeoraba.
Quizás
era el viento el que arrastraba la voz de su difunta esposa. Los habitantes del
Valle del Viento creían que, al morir, las almas giraban eternamente dentro del
implacable Ojo del Halcón, junto a los Gemelos. Una cárcel que impedía que los
muertos atormentaran a los vivos y un destino menos apaciguador del que
predicaban otras religiones. Paraíso eterno: no en Carrace.
El
lugar dónde el viento sopla constantemente. Dónde los Gemelos se enfurecen al
pasar, porque odian el viento, su prisión. La lucha de los dos soles sobre la
tierra seca y dura era más feroz que en otros lugares. Aunque el agua no
escaseaba tanto como en la Llanura Vacía, la vegetación apenas podía sobrevivir
sin el trabajo constante de las personas. Sudor. Tierra seca y dura que paría hombres
secos y duros. Y locos. Todos estaban locos y creían en locuras.
La
vida en el Valle del Viento no era sencilla, pero sobre cualquier lugar de Irune se podía subsistir, salvo en Léh.
Léh
es la muerte. En Léh empezó todo.
El
orgullo de Barro. La ciudad más bella y magnífica que había levantado la
humanidad. Léh: el centro del mundo: ahora la muerte.
Cualquier
sitio es mejor que Léh.
Su
caída trajo consigo tiempos de guerra, miedo e incertidumbre.
Sin
conocer la verdadera causa de la peste que azotó Léh, los baleros, fieles de la
religión mayoritaria en Semilla, consideraron que sus dioses habían castigado a
la humanidad. Iniciaron una cruzada contra todo culto contrario a sus creencias:
era necesario aplacar la ira de los dioses. Pero la muerte de los infieles no
sirvió de nada.
Cuando
los baleros vieron que la peste avanzaba sin control nació la Custodia. El hipotético
fin de un fanatismo que Tamar no podría perdonar, porque su mujer fue víctima
de él.
-No
me ignores, puedes oírme-
Vista
al suelo. Si que la oía, pero sólo en su cabeza. Lo único que suena en Carrace
es el viento. Todo carrence aprende en su juventud a escuchar. Su oído está
entrenado para distinguir los sonidos que se entremezclan con el eterno
vendaval. Los mejores espías. Los mejores cazadores: pueden sentir el crujido
de la tierra cuando una liebre sale de su madriguera y el susurro que produce una
serpiente al deslizarse entre el centeno. Tal vez ese oído agudizado al extremo
es la causa de que muchos carrences escuchen voces en su cabeza. Aunque
escuchar a los muertos es algo muy diferente.
Tamar miró al cielo de nuevo cuando un copo
de nieve se posó sobre su coronilla. Viento, frío y agua: mala combinación.
Había que marcharse.
Dio
la vuelta y se alejó de lo que una vez fue el escenario de una boda. La suya.
-A
mí también me encanta este lugar. Lo sabes. Por eso lo escogimos-
Tras
quince minutos andando se perfilaron los edificios de la ciudad. Carrace era
aburrida. Las casas eran bajas, de dos pisos como mucho, con gruesos muros
encalados y tejados que se caían a pedazos. En su mayoría estaban ocupadas por
varias familias, que se repartían los pisos. Una ciudad aburrida de provincia por
la que no merecía la pena ni pasar. No había nada interesante que ver.
Quedaba
una manzana para que Tamar llegara a su casa cuando el viento, el agua y el
frío intensificaron su danza. Nieve. Era muy raro verla en Carrace.
Llegó
corriendo. Abrió el pesado portón y atravesó el dintel, en el que se leía
tallado “Suber”.
-¡Menos
mal! Ya empezaba a preocuparme-
Esta
voz sí que era real.
-Lo
siento madre. Me he distraído-
-Tu
padre está arriba. Nos dijo que subieras cuando llegaras-
-Subiré
en un rato, tengo que cambiarme. Mi ropa está empapada-
Tamar
se dirigió a su habitación.
-¡Espera!-
Esta
voz también era real.
-¿Si?-
-No
he podido verte a la hora de comer. Toma, lo he hecho yo. Feliz cumpleaños-
La
mano de una mujer cincuentona le tendió una camisa de hilo fino, verde y negra,
con ribetes marrones: los colores de Carrace: los colores de las olivas. Se
acercó a recogerla sonriendo.
-Muchas
gracias-
La
suegra de Tamar llevaba ya bastante tiempo viviendo en la casa. Era una señora
triste y sin ningún lugar a dónde ir. Había perdido a su marido y su hija el
mismo día, y no le quedaban familiares. Su carácter amable y su entrega hacia
los demás la habían convertido a ojos de Tamar en un miembro más legítimo de su
familia que algunos de sus primos carnales.
-Es
muy bonita-
Esta
voz no era real.
-Es
muy bonita-
Se
oyó decir Tamar.
-Me
alegro de que te guste. La tela es buena, la compré hace años y no sabía qué
hacer con ella-
-Es
muy elegante, gracias. Voy a probármela ahora mismo-
Y
Tamar entró en su habitación. Se quitó la ropa húmeda, remplazándola por la
camisa y unos pantalones secos. Cuando iba a salir se acordó otra vez: fue
mañana. Nueve años.
-¿Por
qué estás triste?-
Salió.
-¡Qué
bien te queda!- dijo su madre
-Parece
un gran señor- reconoció su suegra
-¿Sabéis
que es lo que quiere mi padre? Hace tiempo que no hablo con él…-
-Ni
idea. No nos ha dicho nada. Es tan reservado como lo era tu abuelo-
-Espero
que no sea otra vez uno de sus desvaríos-
-Debes
tener paciencia, ya sabes que lleva años con el mal del viento-
Su
padre oía voces, aunque no la de los muertos.
Tamar
subió las escaleras, atravesó el pasillo y llamó a la puerta del fondo.
-Adelante-
Entró.
El
estudio estaba rodeado por unas estanterías que llegaban hasta el techo. En
ellas reposaban libros y pergaminos que su padre conservaba de sus años como
alguacil de la ciudad. Uno de esos pergaminos informaba sobre el desastre en
Léh. En otro se informaba de la rendición del Valle del Viento frente a los baleros.
-¿Querías
verme?-
-Te
he dicho que no es factible construir canales en lo alto de la colina, se
evaporaría toda en un abrir y cerrar de ojos-
Otra
persona se habría extrañado por este recibimiento, pero Tamar sabía que su
padre no le hablaba a él. Estaba sentado en su butaca frente a la mesa
y estudiaba un mapa muy antiguo de algún terreno cercano a la ciudad.
-¿Querías
verme, padre?- repitió Tamar
-Sí,
siéntate-
Al
acercarse, Tamar se percató de la tristeza que reflejaba su rostro.
-¿Qué
haces con tu vida?-
Una
pregunta muy dura.
-Sigo
en el ayuntamiento haciendo números sobre la producción de los campos-
-Deberías
dejar tu trabajo-
-Entonces
no entraría dinero en casa-
-Tenemos
dinero suficiente para vivir. Olvidas que estuve años ahorrando. Tú debes dejar
tu trabajo-
-Si
se trata otra vez de lo mismo que…-
Su
padre le interrumpió:
-Se
ha hecho la Segunda Llamada-
-¡No
me importa!-
Un
golpe en la mesa silenció la ventisca de fuera por un instante.
-¡Debes
vengar a tu mujer! El viento la ha liberado-
Tamar
se retorció incómodo en su asiento. Siempre igual. Se moría de ganas por
llamarle chiflado, pero habría sido como insultar a un espejo. Su padre no
paraba de repetirle su deber para con su difunta esposa cada vez que se veían,
por eso Tamar le evitaba.
Ante
su silencio, el anciano continuó:
-Tu
mujer ha escapado del Ojo del Halcón. La muerte de un ser querido debe ser
vengada o su voz puede volver para atormentarte. Y sé que me mientes. Sé que la
escuchas-
-No
es cierto- dijo Tamar
-¡Qué
mentiroso!-
Esta
voz no era real.
-Tienes
que enfrentarte al viento que se la llevó. Conoces nuestras creencias…-
Esta
vez, Tamar interrumpió a su padre.
-Las
viejas creencias murieron con mi mujer. Murieron cuando los baleros arrasaron
Carrace y el Valle del Viento se rindió. Ya nadie sigue las antiguas creencias-
-¡Lo
hacen! Saben que para que el Ojo del Halcón aprese las almas de sus seres
queridos deben vengarse…pero les aterra plantarle cara a ese viento-
-¿Plantarle
cara a los baleros, a la Custodia? No podemos vengarnos de ellos…-
-¡No!-
exclamó su padre- ¡Es Léh lo que temen!, ¡tienen miedo de Léh!-
Léh
es la muerte. En Léh empezó todo.
-Las
criaturas de Léh no mataron a mi mujer-
Tamar
se levantó y salió de la habitación.
Habían
pasado nueve años desde que su mujer muriera. Cinco desde que se detuvo la
persecución de los baleros, se hiciera la Primera Llamada y naciera la Custodia.
Tan solo un día desde que se hiciera la Segunda Llamada.
Unos
baleros mataron a su mujer, pero Tamar no sentía por ello un odio generalizado
sobre todos los creyentes de esa religión.
A
quien de verdad odiaba Tamar era a la Custodia.
Aquellos
baleros que antaño perseguían a los infieles ahora se habían convertido en el
escudo que defendía Semilla de los terrores de Léh. Justo al sur de la ciudad maldita
se elevaba en una isla el Bastión Custodio, una fortaleza titánica en la que
convivían hombres llegados de todas partes del mundo. Tras sus brutales muros
se entrenaba un ejército sin nacionalidad, cuyo único objetivo era destruir a
las criaturas antaño humanas que infestaban Léh.
La
Custodia se declaraba aconfesional, pero todo el mundo sabía que sólo los
baleros podían acceder a los cargos más altos. Y los que fundaron y dirigían en
esos momentos la Custodia eran los baleros fanáticos que persiguieron al resto
de religiones y arrasaron el Valle del Viento.
A
pesar de lo que le había dicho a su padre, Tamar no creía que las viejas
creencias se esfumaran tras esa cruzada de intolerancia y miedo. La tierra roja
de Carrace había sido el escenario de incontables venganzas en base a las creencias
del Valle del Viento, y no olvidaría el paso de las hordas de fanáticos.
Las
creencias seguían: el alma de una persona asesinada está incompleta porque el
último aliento que expira pertenece a su asesino. El Ojo del Halcón no puede apresar
un alma incompleta, porque ésta siempre busca el pedazo que le falta, el último
aliento: el de la partida. A veces el viento puede arrastrar las voces de los
muertos no vengados, pero pocos las oyen, porque nadie quiere escuchar las
palabras de la muerte.
Para
los extranjeros, que no han madurado con el eterno vendaval ensordeciéndoles,
era muy difícil entender el papel del viento en la cultura de Carrace. De ahí
que el Valle del Viento fuera uno de los primeros sitios en sufrir el azote de
los fanáticos.
Tamar
desconocía quién asesinó a su mujer. Encontrar al culpable de su dolor en la Custodia
era una tarea imposible que compartía con muchos carrences. No siempre se podía
liberar el último aliento de un ser querido matando a su asesino, pero por otra
parte, algunos consideraban que el objetivo de una venganza debía ser el verdadero
origen de la muerte.
“El
Ojo del Halcón, el origen del universo, busca el origen de la muerte”. El padre
de Tamar se encontraba entre los que pensaban de esta manera, y desde este
punto de vista, la maldición de Léh era el origen de todas las muertes en el
Valle del Viento, ya que por ella surgió el fanatismo de los baleros. Destruir
Léh quizás podría liberar el último aliento de los asesinados, y por eso muchos
carrences se unieron a la Custodia cuando se hizo la Primera Llamada, a pesar de
que sentían un odio visceral hacia ella. Había tiempo para dos venganzas.
Tamar
bajó las escaleras, y sin decir nada a su madre y a su suegra, se encerró en su
habitación y se tumbó en la cama.
Si
Léh no hubiera sido azotada por la peste su mujer no habría muerto. No habría
existido la persecución. No existiría la Custodia. En Léh empezó todo. Los
baleros la mataron, pero quizás no era a ellos a quienes tenía que matar. En
eso creía el padre, y en eso comenzó a creer el hijo la noche antes de irse de
Carrace.
Debía
ir a Léh: a la muerte. En Léh empezó todo. Léh sería el final.
Y
la Segunda Llamada sólo podía significar una cosa: la peste había saltado a
Semilla.
-Tengo
que ir a Léh-
-Ya
sabes lo que te aguarda si vas-
-Voy
a salvarte-
-Estoy
a salvo, contigo…-
-No
lo estás: no existes. Eres incorpórea, eres intangible, no puedo amarte…-
-¿Y
qué eres tú?-
Tras
las ventanas la nieve caía implacable. Era muy raro verla en Carrace. Tamar se
incorporó y echó un vistazo fuera, temblando. Frío y miedo. Debía ir a Léh.
Tenía que salvarla: tenía que apresarla. No podría llevar flores a su tumba
porque al día siguiente se iría de la tierra roja, seca y dura que le había
sostenido treinta años. Felicidades: más bien pocas.
Por
lo menos se libraría del viento. Siempre viento. Siempre…
Volvió
a tumbarse y cerró los ojos.
-Buenas
noches-
Quizás
era el viento el que arrastraba la voz de su difunta esposa.
O
quizás, simplemente, Tamar estaba loco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario