2. Pueblos de Pescadores


Los Pueblos de Pescadores habían quedado aislados al oeste de la Llanura Vacía. No mercadeaban como antaño con las ciudades de Orent y Arcogris, que estaba a varios días en barco al Sur. De vez en cuando hacían intercambios con pescadores que venían de allí; les daban cama a cambio de cerveza u otros alimentos que en sus penínsulas no encontraban. El dinero no valía nada allí. En el Norte nunca había nada bueno, y por tanto nunca se dirigían allí. Fue a raíz del fracaso del juglar Lum, hijo del glorioso Brales, en el último intento de los hombres del Norte por conquistar el Sur a través de El Pasito que habían quedado sin ningún contacto. Hacía de eso ya 15 años.
Los Pueblos de Pescadores no tenían ningún otro nombre, porque nunca se sabía muy bien donde empezaba un pueblo y terminaba el otro. Siempre había entre medias pequeñas casas de piedra cubiertas de líquenes con techos de paja podrida y ventanas y puertas de madera desgastada por el salitre, o viejas barcas de faenar abandonadas.
La costa en aquella zona jugaba con el Mar del Calamar, formando alargadas penínsulas donde los hombres habían construido primitivos puertos de madera, ahora pútrida e insegura. Los hombres eran quienes solían pescar en el Mar de Calamar, y las mujeres solían educar a los jóvenes y arreglar las redes, así como cuidar los pequeños huertos que solían compartir varias familias a la vez.
El Mar del Calamar recibía su nombre del Primer Intento de Invasión de los hombres del Norte. Ocurrió hace no menos de cuatromil años, pero todo el mundo conocía bien la historia. El valiente marinero de Las Islas Jhom, Boros El Caimán reunió naves de guerra bordeando todo el Sur para hacer cara a la flota de los hombres del Norte. “Sin duda los vientos que allí arriba les gobernaban los llevarían hasta el Mar Rudo” pensó Boros. El Mar del Calamar era conocido en aquel entonces como el Mar Rudo. Pero en lugar de una flota, Boros se encontró una manada de krakens, despertados del fondo del mar por la magia oscura del Norte.
Fue Sob, el primer portador de la Bandurria del Dios Trueno y hombre venido del Norte quien evitó la catástrofe. Apareció justo cuando los gigantescos tentáculos del más grande de los krakens abrazaban la nave de El Caimán, La Propiedad. Subido en un pequeño bote de madera, ejecutó con maestría lo que posteriormente se conocería como la Nana de las Tormentas. El cielo rugió con cada nota, y las bestias desaparecieron en la oscuridad del mar. Fue mucho tiempo antes de que la Bandurria los maldijera a todos. Su último portador, Lum, había desparecido tras la Maldición de Léh, llevándose con él tan valioso instrumento.
Caía la noche sobre Los Pueblos de Pescadores y uno de los últimos en llegar a él, el joven Stan, decidió acercarse a la Taberna de Coral para tomar un poco de cerveza del Sur. Detrás de la barra estaba la mujer a la que todos llamaban Susto, debido a sus escasos atributos femeninos, y por las mesas algunos viejos marinos de piel curtida y barba larga y blanca como la misma nieve bebían. Se decía que Susto había escapado del Sur hacía seis años, que su voraz apetito sexual, conocido por todos los pesadores, la había hecho huir de las garras de los baleros.
El joven Stan pidió una jarra de cerveza y buscó con la cabeza a su buen amigo Franz, que aún no había llegado. Era pronto para Franz, al cual le gustaba aparecer bien entrada la noche. Sin querer, o quizá queriendo, Stan centró su atención en la distendida charla que mantenían dos ancianos 
-  Hace un par de días llegó un pescador de Orent, y se quedó a dormir en mi casa – dijo el más viejo de los dos, acariciándose sus rugosas manos -. Los baleros han hecho la Segunda Llamada. Sin duda, la Maldición ha llegado al Sur. 
- Malos presagios, el viento del Norte viene más frío y más veloz que nunca antes – dijo el segundo empuñando su jarra de cerveza -. En mi larga vida había visto el mar tan furioso. 
- Vienen tiempos de guerra.
En aquel momento llegaron dos forasteros a la taberna. Se hizo el silencio. Hacía catorce largos años en que nadie nuevo había llegado a los Pueblos de Pescadores. Las últimas familias en llegar fueron precisamente las de Stan y Franz, cuando ellos apenas tenían tres años. Los forasteros eran altos y delgados, y vestían ropas ceñidas y negras. Sobre ambos descansaban dos capas con capucha y cuellos con pelaje. En sus cintos, descansaban dos espadas finas y ligeramente curvadas. Espadas del Este. ¿Qué hacían allí dos forasteros del Este? Uno de ellos se acercó a la barra. Con el acento que caracterizaba a las gentes del otro lado de la bautizada recientemente como Cordillera del Destierro, la voz surgió de la oscura capucha: 
-  Tabernera, ¿Dónde viven Franz de las Altas Miras y su madre, Mirleen de Tipoll? 
-  ¿Por qué habría de dar a dos desconocidos tal información? 
-  Mujer, los caballeros de Guj somos hombres de honor. Nosotros protegimos Barro a lo largo de los siglos de Norte. Nosotros protegimos Barro más allá de la Cordillera del Destierro contra la Maldición de Léh y después contra los baleros. Nosotros expulsamos a todos los que debimos expulsar a las montañas y las guardamos. Contesta a mi pregunta. 
- He oído hablar de vosotros –dijo la mujer, que continuaba lavando y recogiendo jarras y platos-. Pero no de quienes decís –La mujer mentía. Conocía bien a Franz. Era un borracho encantador.
Susto continuó recogiendo y comenzó a colocar las jarras bajo la barra. Los hombres de negro no se movían de su sitio. Susto sacó entonces una ballesta de debajo del mostrador. Había espantado muchas refriegas con ella, pero a decir verdad no estaba segura de que funcionara. 
- ¡Largaos, hombres de negro! No necesitamos forasteros del Este en nuestros tranquilos pueblos. 
-  Muy bien mujer, pero si ves a Franz de la Alta Mira, dile que estamos en la Posada Triste. 
- Claro, yo le avisaré –Contestó la mujer irónica y desagradable, sin dejar de apuntarles mientras abandonaban el local. 
- Claro que lo harás –dijo uno de los hombres de negro, dejando entrever una sonrisa bajo la capucha y cerrando la puerta a su espalda.
Una vez los dos hombres se hubieron marchado, Susto guardó el arma. Pero continuó alterada y lanzando pensamientos al aire. 
- ¡Ningún hombre sometido a un tirano del Norte da órdenes a la hija de un pescador!
En el Este, al otro lado de la Cordillera del Destierro, se encontraban los últimos reductos de la gran civilización que había prosperado en el continente de Barro. Cuando comenzó a crecer la Maldición de Léh, un brujo del Norte, conocido como el Murgaño, había detenido la infección a los pies de las montañas. Se decía que además había detenido a los baleros despertando a una gran bestia que dormía en el Lago Busta, pero lo cierto es que aquello en los Pueblos de Pescadores no era más que un rumor traído del Sur.
El Murgaño gobernaba Barro desde la Ciudad de Ral, muy leal a él. Por el contrario, en la ciudad de Guj permanecía la vieja orden de Caballeros de Guj que, ayudados por la Bandurria del Dios Trueno, habían expulsado a los invasores del Norte batalla tras batalla a los largo de los siglos. Hasta la Maldición de Lum, la Maldición de Léh y la Maldición de todo Barro. Desde entonces, los Caballeros de Guj gozaban de una dudosa reputación.
Poco a poco, el silencio fue desapareciendo en la taberna, y Susto continuó recogiendo y atendiendo a los pesadores. 
- Muchacho –susurró Susto a Stan al pasar junto a él, con una bandeja de jarras vacías que había recogido de una mesa-. Avisa a Franz. Que no venga hoy. Espérame junto a la puerta antes de salir. Engañaremos a alguien que nos pueda estar observando.
Cinco minutos después la puerta de la taberna se abrió de golpe, y Susto empujó al exterior a un aparentemente borracho Stan, al grito de “Borracho” y comentando que “Ya había aguantado bastante por hoy y no tenía el coño para flores”. Stan se alejó haciendo eses y tarareando la vieja canción conocida como “Boros el putero”, en memoria del insigne marinero, lejano ya en el tiempo.
Conforme Stan se fue acercando hacia la casa de Franz fue dejando de fingir la borrachera. La casa donde vivía Franz estaba a unos quince minutos andando desde la posada, cerca de El Vigía. En lo alto de aquella torre, a través de una ventana se veía el tintineo de un candil. Por encima, las viejas campanas asomaban por las últimas ventanas del torreón y en el  tejado una inmensa fogata servía de guía.
La casa de Franz había sido abandonada mucho tiempo atrás, y con la llegada de las últimas familias del Este había sido acondicionada con la ayuda de los pescadores para ser habitada de nuevo. Era una casa de piedra sencilla, de una planta.
Stan tocó la puerta de madera pútrida un par de veces. Unos segundos después las bisagras rasgaron el furioso sonido del oleaje. No estaban oxidadas, porque estaban construidas con metales de las minas de Léh, pero sí mugrientas. Tras la puerta, una mujer que había rebasado los cincuenta años vestía un amplio vestido de lana gruesa y marrón. A su espalda, el sonido de las cuerdas de un laúd. 
- Mirleen, dice Susto que no vuelva tu hijo a la taberna en un tiempo. 
- Iba a ir ahora, estaba tocando un rato –el tono de voz de Mirleen era cansado y quebradizo. Sin duda había sufrido mucho a lo largo de su vida- ¿Acaso se peleó con alguien? 
- Nada de eso, señora. Vinieron hombres a buscarle. Hombres del Este, caballeros de Guj. Susto los echó de allí como las ratas que son.
El rostro de Mirleen se iluminó. No se despidió de Stan. Simplemente cerró la puerta ensimismada, con la mirada perdida en el horizonte.
El interior del hogar era pobre y sencillo. Una vieja mesa de madera redonda ocupaba el espacio central del comedor. La chimenea estaba situada en la pared que separaba esa primera estancia de las alcobas, transmitiendo así el calor a través de la pared. La mujer abrió la puerta que llevaba a una segunda sala, que se dividía en dos formando un par de pequeñas alcobas. A la entrada de cada una de ellas colgaban gruesas cortinas enmohecidas. Delante de los habitáculos, un viejo armario servía para guardar ropas de abrigo y calzado.
La cortina del habitáculo de Franz estaba descorrida. Sobre un colchón de lana, un joven de pelo largo y oscuro y piel pálida jugaba con un laúd a la luz de una vela. Caprichos genéticos hacían mover sus dedos por el mástil con una precisión y velocidad como ningún pescador había visto. A veces bajaba el laúd a la taberna, para tocar mientras Stan cantaba sus canciones. Tenía las piernas entrecruzadas y sobre ellas yacía abierto un viejo cancionero. 
-  Hijo mío –dijo Mirleen con delicadeza-. A partir de hoy, debes practicar mucho más. No salgas a pescar. Sólo toca.
Mirleen se dirigió a su alcoba. Abrió un viejo cofre que había venido con ellos del Este y extrajo un viejo libro. <<La danza de las bestias>> rezaba el cuero pútrido que se hundía en la portada. Mirleen se lo entregó a su hijo, llorando. Acariciando su pálida piel le dijo: 
- A partir de hoy, tocarás estas canciones.

No hay comentarios:

Publicar un comentario