6. La Posada Triste




Al día siguiente, después de comer, Mirleen se acercó a La Taberna de Coral. Al entrar escuchó gemidos en la trastienda. Decidió salir y esperar. Al rato, un hombre de unos sesenta años con bigote blanquecino, barriga cervecera y capa y jubón negros salió de la taberna. Saludo a Mirleen discretamente y puso rumbo a El Vigía. Era el más anciano de todos los guardianes del faro. Bajó la calle silbando una melodía que Mirleen conocía muy bien, y su hijo quizá conociera ya.
Franz había estado toda la mañana practicando con el cancionero que le había facilitado su madre. Era un tomo muy gordo, pero tenía muchas partituras en blanco al final. Cuando Braxos pasó junto a su casa él estaba en la puerta, fumando de su pipa.
- Oye Braxos, ¿dónde aprendiste a silbar esa melodía que siempre silvas?
- Es la “Nana de las Tormentas”. Es una historia muy larga, pero todos mis antepasados la silbaron, incluso antes de que levantaran El Vigía. El primero de los de mi sangre que la silbó la escuchó a bordo de La Propiedad –dijo Braxos sonriendo con orgullo-.
- ¿Sí? Pues yo la sé tocar con el laúd. He aprendido esta mañana.
- Me halagas, niño. He visto a tu madre, está en La Posada de Coral. No sabía que le gustara la cerveza.
- No ha ido por eso.
La pasada noche, tras la visita de Stan, Mirleen estuvo nerviosa y apenas durmió. Le pareció que después de comer sería la hora más adecuada para ver a Susto e interrogarla sobre los Caballeros de Guj que habían preguntado por ella y su hijo.
- Algunos pescadores ya habían hablado de ello otras noches –dijo Susto abrochándose los últimos botones de una blusa-. Han ido por varios pueblos preguntando por vosotros. Claro que muchos, por no decir casi todos no os conocen. Los Pueblos de Pescadores son más grandes de lo que parecen.
- ¿Y te dijeron dónde estaban?
- Sí, me dijeron que te esperaban en La Posada Triste. ¿Qué quieren de ti, Mirleen? – Susto se colocó su maraña de pelo rizado.
- Nada, nada… Muchas gracias por todo Susto.
Y Mirleen corrió de nuevo a casa. Cuando llegó, Franz aún estaba en la puerta, jugando con el humo.
- Hijo, prepara un pequeño petate, no olvides el laúd y el libro que te di anoche. Te vas de aquí.
- ¿Qué dices, madre?
- No pierdas tiempo, voy a preparar la montura de un burro.
Los pescadores usaban burros para desplazarse por las penínsulas. No tenían propietario en sí. Pastaban en los verdes campos que recortaban el mar y estaban a disposición del pescador que los necesitara. Eran lentos pero de paso firme. Y nobles.
De camino a La Posada Triste, Mirleen y su hijo apenas hablaron. Franz llevaba las rindas del animal, mientras Mirleen iba montado tras él con los dos pies hacia el mismo lado. Anocheció y tuvieron que parar en uno de los últimos Pueblos. Hicieron noche en una Taberna muy parecida a la de Susto. Cuando por fin reinó el silencio en la planta baja de la construcción, Franz no pudo contenerse y finalmente preguntó a su madre. Nunca había cuestionado sus decisiones, pero empezaba a estar preocupado.
- ¿Qué pasa, mamá?
Mirleen se incorporó del lecho de paja en el que estaba recostada. Tras unos instantes en silencio, comenzó a hablar:
- Hijo, en esta vida, hay pocos, muy pocos afortunados, que saben cuál es su misión. Tu padre lo sabía, tu abuelo lo sabía, todos tus antepasados en cuatro mil años tenían un objetivo, y para todos era el mismo. Algunos lo llevaron a cabo. La mayoría, murieron sin ni siquiera tener que tocar un acorde. Pasan generaciones sin que haya guerras con el Norte.
- Nunca me hablaste de mi padre. ¿Era un caballero o algo así?
- No te hablé porque quizá fuera peligroso. Verás, seguramente en la taberna te hayan contado algunas historias. Historias sobre bestias del Norte, caballeros que lucharon contra ellas y… sobre La Bandurria del Dios Trueno. Mira el libro que te regalé Franz… ¿qué crees que es?
Franz buscó en la oscuridad, con la mirada, el bulto donde estaba su laúd y el cancionero que le había regalado su madre. Mirleen continuó hablando, mirando el suelo de la habitación.
- Tu padre… tu padre falló. Él, igual que su padre y el padre de su padre, era el portador de la bandurria, pero en el último intento de conquista, falló. Y después cayó la ciudad de Léh y tuvimos que huir –Las lágrimas acudían a sus ojos-. Si los caballeros de Guj te buscan, sólo significa una cosa. Una guerra contra el Norte está a punto de empezar. Y tú debes portar La Bandurria del Dios Trueno ahora.
- Pero tú antes has dicho que pasan generaciones sin que haya guerras con el Norte. Sin embargo mi padre murió en una guerra, y yo ahora tengo que ir a otra.
- Y tu abuelo también peleó en una. Pero después de estos últimos intentos, pasan siglos en la historia hasta que vuelve a haber otro intento. Yo creo… yo creo que en el Norte tuvieron una revelación. Sabían que un Juglar iba a ser débil, e insistieron. Tu padre fue débil. Ahora creen que no existe nadie que pueda detener a sus bestias. Y vuelven.
- ¿Mi padre era un Juglar?
- Vete acostumbrándote a ese nombre. Para Los Caballeros de Guj no tienes nombre Franz, eres el Juglar, su arma de guerra más preciada. Hay millares de hombres que van a morir por ti. Dispuestos a hacerlo ahora que saben que existes.
Franz se quedó en silencio, mareado ante la responsabilidad que amanecía en su vida. Finalmente Mirleen le sonrió y le dijo:
- Intenta dormir un poco.
Tardó mucho en dormirse el Juglar. Pero finalmente sucumbió al cansancio del viaje.
Se encontró frente a una puerta enorme, llena de luz. Todo lo demás era oscuro. Con valentía, se acercó a la luz. Traspaso el marco de la puerta y llegó a una sala abovedada, de piedra, altísima, sin ninguna esquina. En el centro, sobre un trono gigante de oro, un titán ataviado con una armadura brillante como Franz no había visto nunca lloraba con la cabeza apoyada en una mano. Su piel era blanca. Su pelo era largo y negro. Sobre su ojo izquierdo un rayo plateado partía su cara. Franz lo contempló, pero el titán no apartó la mano de sus ojos. Y continuó llorando.
A la mañana siguiente continuaron el viaje hacía La Posada Triste. El Juglar reflexionaba sobre la charla que había tenido con su madre la noche anterior, y su madre apuraba junto a su hijo, los que sabía iban a ser sus últimos instantes juntos durante al menos, unos meses: se acercaba a su nuca y olía su piel y su pelo.
Todos los caminos que recorrían Los Pueblos de Pescadores confluían en La Posada Triste. Atrás quedaron las verdes penínsulas. Allí el terreno era árido y polvoriento. Los soles bajaban lento. Por fin, vislumbraron la posada. Era un edificio colosal de piedra negra, con cuatro torres, una por cada esquina de la muralla. En realidad no era ni mucho menos una posada. Era una fortaleza de la retaguardia de las guerras contra el norte. Cuando la ciudad de Léh estaba viva, las rutas comerciales entre los Pueblos de Pescadores y la ciudad sólo se detenían en tiempo de guerra. La fortaleza alojaba a todos los mercaderes y viajeros que hicieran esa ruta. Recibía el apodo de “triste” porque muchos soldados habían muerto en sus habitaciones, y decían que estaba poblada de fantasmas. Por lo que Mirleen sabía, la posaba estaba vacía desde la caída de Léh. Ni siquiera una pequeña guarnición de Caballeros de Guj la ocupaba. Hasta ahora.
Cuando llegaron al rastrillo, estaba levantado, y sobre él, en la piedra un águila enorme batió las alas. Dentro, en el patio de armas, tres caballos estaban amarrados a un tocón de madera. Por la puerta de una de las torres de flanqueo apareció un hombre delgado, de pelo oscuro y piel pálida. Iba vestido con una ropa prieta y oscura.
- Saludos Mirleen, confiamos en que el rumor de que te buscábamos llegara a ti.
- Ardilla, ¿eres tú?
- Así es, mi señora. El Lord Supremo creyó conveniente mandar a buscaros a alguien que os conociera.
- Y tú debes ser el nuevo Juglar –Ardilla se arrodilló respetuosamente frente a Franz. El muchacho se sonrojó.
Por otra puerta apareció un segundo hombre, mucho más joven pero de rasgos y ropajes idénticos.
- Así que ya han llegado.
- Mirleen, –dijo Ardilla incorporándose- te presento a Topen al Rug. Es muy joven, pero seguramente todos le acabaremos llamando Lombriz.
- ¿Qué clase de nombre son esos para caballeros? –preguntó el Juglar, curioso y un poco indignado. Se suponía que le iban a proteger en una guerra.
- Oh, con frecuencia tras los nombres más inocentes se encuentran las espadas más peligrosas –dijo Ardilla sonriendo.
- Fíjate en ti, “Juglar”, que vas a derribar a bestias más grandes que este castillo –dijo Topen al Rug, bastante serio.
Ardilla miró de nuevo a Mirleen, con seriedad.
- Debemos partir inmediatamente. Un enlace nos espera en El Foco de Peste para pasar al otro lado de las montañas. Ahora la habitan tribus deleznables, pero que pueden ser útiles en tiempos de guerra. Antes de ir a El Pasito debemos ir a Ral. Allí gobierna un mago del norte, mi señora. Debemos derrocarle antes de que empiece la guerra, o mucho nos tememos los caballeros de Guj de que nos encontraremos como papel entre dos filos de espada. ¿Traeréis como es natural el cancionero y la bandurria, verdad?
El rostro de Mirleen se volvió blanquecino y tembloroso, extremadamente frágil. Lágrimas resbalaron por sus mofletes.
- Mi marido guardó la bandurria en la cámara del Templo Azul, antes de caer enfermo. Cuando escapamos de Léh no pude recuperarla. No tuve tiempo.
- Maldición –dijo Ardilla resignado-. Tendremos que ir a Léh.
- Veamos el lado bueno, por lo menos sabemos dónde está –dijo Topen al Rug. Ningún balero habrá sido capaz de abrir la cámara. Ni siquiera yo sé. Además, desde que se dominan Léh nuestras relaciones con los baleros han mejorado mucho. Nosotros les dejamos parte de la prisión del Topo desde hace años. Allí hacen… experimentos. Nos ayudarán, y ver la bandurria quizá les convenza de unirse a nosotros en la guerra contra El Norte.
- Cenaremos algo y partiremos al amanecer –sentenció Ardilla-. Enviaré una nota con el águila al contacto en la cordillera, y le diré que le veremos al este de Léh.
Cuando reinó la noche y el Juglar se durmió, volvió a encontrarse ante el titán de la armadura plateada. Seguía llorando. Como si un impulso dentro de él le empujara, el Juglar se arrodilló ante el titán, agachó la cabeza y cerró los ojos. Un instante, y los sollozos habían desaparecido. Cuando el Juglar alzó la cabeza y apartó la melena de sus ojos, el titán lo observaba sonriente. El rayo plateado de su rostro brillaba como si estuviera formado por millones de cristales.
Y entonces el Dios Trueno le guiñó un ojo.

5. Bastión Custodio



 
Pasaron tres días. La ciudad de oro estaba medio derruida, y las cenizas flotaban por doquier. Los veintisiete hombres que salieron de Carrece contemplaron desde las barcazas la primera purga en Semilla. Lumérila jamás volvería a brillar.

Los custodios llamaban purgas a la incineración de los infectados por la peste, a los que se podía distinguir porque su carne empezaba a pudrirse tras una semana de extrema debilidad: la primera fase de una metamorfosis horrible, tras la que dejaban de ser humanos. La carne de estas criaturas está muerta, pero viven. Y matan. Y piensan. Y odian.
El olor a carbón impregnaba el aire. Los tres días de gritos trajeron recuerdos amargos a los carrences: recuerdos de guerra y de seres queridos asesinados.
Pero esta situación era diferente, y los gritos también eran diferentes. Los baleros atacaron Carrace sin avisar una noche calurosa y seca. El grito que se elevaba sobre los llantos era el de “infieles”. En Lumérila un rugido atravesó las llamas:
-“¡El mazo sobre la carne!, ¡el mazo sobre la carne!”-
Tamar se repetía a sí mismo que la matanza en Lumérila era necesaria para que la peste no se propagara por Semilla, pero no podía evitar ver el reflejo de Carrace en la imagen que proyectaban las ruinas de Lumérila en el rio Recio.
-La Custodia es el escudo de Semilla. Era necesario. Lo que ha pasado no puede compararse a lo que hicieron en Carrace-
-Puedes repetirlo cuanto quieras, pero te estás engañando a ti mismo-
Ella volvió con la muerte, pero en cuanto los fuegos y los gritos de la ciudad se extinguieron su voz hizo lo mismo progresivamente. Ahora era un susurro que tenía razón: lo que había pasado en Lumérila no era muy diferente de la matanza que hubo en Carrace.
-Fines diferentes, gritos diferentes, pero la muerte es la misma en todas partes-
-Tamar…-
Esta voz era real.
Taxus Manzano estaba detrás de él. Le había oído acercarse, a pesar de que el chico era muy sigiloso.
Se giró.
-¿Qué pasa?-
-Los tipos de la primera barcaza se acercaron esta mañana a la ciudad. Dicen que los custodios nos llevaran al Bastión en sus barcos-
-¿Cuándo?-
-Mañana zarparán-
-Si todavía tienes dudas sobre si deseas ir…-
-No tengo elección. Debo liberar el último aliento de mi padre-
-Vete ahora, todavía estás a tiempo. Eres muy joven para andar con venganzas imposibles que ni siquiera sabemos si servirán de algo-
-¿Acaso no crees en que el Ojo del Halcón está liberando a nuestros muertos?-
-Últimamente no sé qué pensar-
Y era cierto. La voz de su mujer, que estaba desvaneciéndose, volvió a sonar igual que antes, sólo que mezclada entre los gritos de terror. No la arrastraba el viento. Era posible que realmente Tamar se mereciera el mote de Pirado. Cuanto más se alejaba de Carrace, más se cuestionaba sobre si las creencias del Valle del Viento no eran más que una patraña ideada por unos locos como él.
-Voy a dormir- dijo Taxus
-Yo también-
Bajaron juntos y se tumbaron en sus respectivas hamacas. Los sueños son livianos cuando la realidad es dura. Despertaron a la mañana siguiente, y tras desayunar las barcazas les llevaron a las ruinas del puerto de Lumérila, dónde les dijeron que viajarían en la Puño de Piedra, la nave más grande de la flota que los custodios habían enviado. Veintiseis voluntarios de Carrace, un vadoverdiense y sesenta y cuatro ciudadanos de Lumérila de los que se sospechaba que estaban infectados con la peste de Léh subieron a bordo. Otro barco llevaría a los lumérilos a la isla Topo, donde serían sometidos a un estudio médico que sirviera para combatir la peste. Nunca más se supo de ellos.
Tras dos días de viaje la flota llegó. Salieron de las bodegas de día, pero no había luz: frente a ellos se elevaba la mayor construcción de la humanidad, y tapaba a los Gemelos. El Bastión Custodio. Antaño tenía otro nombre, aunque pocos se acordaban: el Escudo. Así se le llamaba, por la forma de su planta, y tras sus muros se dirigían las operaciones que permitían que las naves mercantes inundaran la ciudad de Léh antes de que cayera.
El escudo de Léh ahora era el mazo que pretendía aplastar a sus habitantes, y era más grande y más poderoso que antes.
Cuando desembarcaron no hacía frio. En dos semanas el clima había cambiado radicalmente, y Tamar abandonó el barco llevando su ropa de montaña, por si acaso. Cuando los pusieron en fila para asignarles batallón y dependencias se desmayó por el calor.
-¡Levanta, conejo!- le increpó el reclutador.
A los que venían del Valle del Viento los llamaban conejos de forma despectiva. Tamar fue asignado al quinto pelotón  de la tercera compañía del batallón Rojo, junto al Cucas y Haritz el Gordo. El resto fueron asignados a diferentes pelotones. Como pudieron comprobar más adelante, la norma era separar en distintos pelotones a los que venían de “tierras infieles”. El balerio era omnipresente. Dentro del caos de razas y procedencias que reinaba en el Bastión, la mano firme de Baler era la columna que mantenía el orden. Los soldados de Karaden, Fuerte Soles y la Ciudad Nácar eran intocables: insultar a uno, mirarle mal, o incluso respirar demasiado cerca de su cara podía costarte la vida. Estas ciudades fueron la cuna del balerio, y el control que tenía esta religión dentro de los muros era de sobra conocido.
Unos guardias les guiaron a sus dependencias, dónde podrían descansar hasta el día siguiente, en el que se comprobaría sus habilidades y se les adjudicaría una labor determinada dentro de su pelotón.
No había ventanas. Daba la sensación de que la fortaleza estaba construida bajo tierra, y mientras caminaban por los enormes pasillos Tamar se dio cuenta, por los murmullos de los soldados con los que se cruzaban, de que no eran bien recibidos a pesar de haberse alistado voluntariamente en la Custodia.
-A partir de ahora esta es vuestra madriguera, conejos- dijo un guardia con acento del este
-Yo soy de Vadoverde- se quejó el Cucas
-Me importa una mierda, entra-
Noventa y nueve ojos se giraron cuando atravesaron las pesadas puertas. Los que serían sus compañeros de armas comenzaron a murmurar:
-“Conejos”-
-“¿Qué hacen aquí?”-
-“No pienso luchar al lado de unos infieles”-
-“¿Nos podrán escuchar ahora”?-
El que parecía ser el jefe del pelotón se acercó a ellos. Le faltaba un ojo y era más alto que Haritz, pero no parecía ser tan fuerte como él. Tenía el pelo largo y negro, recogido con una bandana roja. No llevaba parche encima del ojo perdido, y era imposible dejar de mirar su cuenca blanca y la cicatriz que atravesaba su rostro de izquierda a derecha.
-Me llamo Áureo, soy el sargento de este pelotón. No me gustan los discursos ni las charlas, así que seré breve: aquí no sois bien recibidos y sólo obtendréis respeto cuando os lo merezcáis. Los conejos sois muy útiles para patrullas de rastreo y reconocimiento, si vuestras orejas me sirven, nadie os tocará un pelo de vuestra cola. Por el contrario, si por cualquier razón no servís ni para llenar una bacinilla, no tendré ningún reparo en joderos la vida tanto como pueda. Ahora id a vuestras literas, son las del fondo.
Las voces no se callaron. Apenas eran audibles para el Cucas, pero Tamar y Hartiz empezaron a comprender que se habían alistado a la Custodia voluntariamente, pero se habían convertido en presos.
Pasó media hora y todos sus compañeros se marcharon al patio. Al día siguiente, ellos tendrían que unírseles.
El Cucas todavía no había asimilado la bienvenida:
-No lo entiendo. Venimos para combatir a su lado… ¿y nos rechazan e insultan?-
-Deberías haberle dicho a Áureo que no eres del Valle del Viento, mañana nos pondrá a prueba y se puede mosquear cuando vea que no sirves como rastreador- dijo Hartiz
-Sí, cuando vuelva se lo diré. No me gusta como os miran a vosotros, y me temo que no soy tan fuerte como para que me tengan respeto por mis méritos-
-¿Cómo les irá al resto de la caravana?- preguntó Hartiz
-Mal, igual que a nosotros- respondió Tamar- los baleros nos odian y saben que les odiamos. Que tengamos un enemigo común no cambiará el desprecio que nos tienen.
-Voy a tener que esforzarme para no reventarle la cabeza al primero que se pase de listo…- dijo Haritz
Se quedaron en el dormitorio hasta que los demás regresaron de la instrucción después de cuatro horas para dejar sus cosas e ir a comer. Los tres se unieron al resto del batallón y les acompañaron al comedor, que estaba en la otra punta del Bastión. Les llevó mucho tiempo llegar a la enorme sala, que acogía un incontable número de personas llegadas de todas partes del mundo. Según les dijeron, este era el quinto de los siete turno de comidas que hacían al día. Las enormes mesas estaban llenas de soldados.
Las cabezas se giraban a su paso. Los murmullos eran de desprecio. Tamar se arrepentía con toda su alma de haberse alistado en la Custodia.
Vieron a Álamen el Callado y a Jerón Sauce sentados en una de las mesas, aunque no podrían sentarse con ellos porque cada batallón tenía su propia mesa asignada. Para llegar a la suya, Tamar, Haritz y el Cucas tuvieron que pasar a su lado.
Sin mirarles, con la voz temblando, Jerón susurró algo que sólo los carrences pudieron oir:
- Esta mañana Taxus salió a dar un paseo por la fortaleza. Le han encontrado muerto-

4. Cordillera del Destierro

 
Hoy comenzaba la paz.
Hacía catorce años, los Caballeros de Guj, hombres del Norte y protectores de Barro, habían cumplido con mano firme la decisión del Lord Supremo. Cuando cayó la ciudad de Léh, la ciudad más grande y próspera que Irune había conocido, todos los habitantes que no estaban infectados trataron de huir. Algunos cayeron en las manos de quienes antes fueron sus familiares, amigos y conciudadanos, que ya eran sombras de sí mismos, y se unieron a ellos. Léh se convirtió en una ciudad sin ley, muerta y silenciosa.
De los que consiguieron escapar de aquel infierno, la mayoría se refugiaron en la Ciudad de Guj y en el las ciudades del norte de Semilla y, algunos pocos, a la larga los que más suerte tuvieron, en los Pueblos de Pescadores. Guj no estaba preparada para recibir a tantos habitantes nuevos, muchos de ellos sin nada de lo que vivir o en lo que creer. Cuando los graneros se vaciaron antes de tiempo y los alimentos empezaron a escasear, comenzaron los saqueos. Cuando la prisión en la Isla del Topo se llenó, comenzaron los destierros.
Violadores, asesinos, padres de familia que habían robado un trozo de pan para sus hijos, todos fueron enviados a las montañas con aquel equipaje que ellos mismos pudieran cargar.
Al principio.
Después, cuando la ciudad seguía sin poder dar de mamar a todos sus cachorros, también desterraron a todos los familiares de alguien que estuviera en las montañas: hijos, esposas y maridos, padres y madres. Todos fueron dejados a su suerte en el monte.
Los Caballeros de Guj, los valerosos guerreros de Barro, eran incapaces de ejecutar a un hombre por sus pecados, y mucho menos a sus parientes. En La Isla del Topo se alimentaba y retenía a la primera línea de infantería en caso de intento de invasión del Norte. Con los destierros, esperaban que en las montañas imperara la ley del más fuerte, y que se iniciara una guerra de guerrillas que ellos podrían controlar, pero los invasores del Norte ni siquiera conocían. Los Caballeros levantaron puestos de vigilancia a lo largo de toda la cordillera y fue rebautizada como Cordillera del Destierro. A los que intentaban volver se les capturaba y devolvía al monte, o se le enviaba a La Isla del Topo si un muerto había dejado una cadena libre. Antes era una muralla natural. Ahora era una muralla viva y peligrosa. Había una idea por encima de todas las demás que unía a los hombres de Barro: el odio al Norte.
Claro que Olga conocía bien poco de los planes de los Caballeros de Guj. Pero sí sabía bien la historia de los clanes. Cuando comenzaron los destierros masivos, los débiles comenzaron a agruparse, y se hicieron fuertes. Conocía bien como su padre había sido apresando cazando para que ella no muriera de hambre en las tierras de en otro tiempo un rico mercader y hoy un viejo avaro, y habían sido desterrados allí esa misma semana, cuando ella era muy pequeña. Conocía bien como las familias que aquella noche habían sido desterradas habían dormido juntas. Como un violador había destruido la virtud de una joven esa misma noche, hija de un panadero llamado Garraf que había robado harina de las reservas de los Caballeros de Guj, y como había muerto al amanecer apedreado por todos ellos. Recordaba cuando por fin construyeron un asentamiento fijo, siendo muchos más que los que durmieron la primera noche juntos. Y cuando encontraron aquellas enormes cabras que comenzaron a domesticar, en las más altas colinas de aquella familia de montañas. Como los hombres montaban guardia para que los niños y las mujeres pudieran dormir tranquilas. Conocía bien el Árbol de La Ley, con su vieja soga.
Pero si había un día que no olvidaría jamás, fue cuando un joven pastor sin familia y sin lengua al que todos llamaban Ojos de Sable por sus ojos afelinados, había entrado en el poblado a lomos de un inmenso macho cabrío, agarrado firmemente a su barba. Ese mismo día había nacido el nombre de El Clan de los Sátiros. Ella aún era muy pequeña.
El Clan de los Sátiros era uno de los más numerosos de los que había en la Cordillera del Destierro. Había muchos más, más pequeños o grandes o peligrosos, pero sólo ellos habían conseguido domar a las gigantescas cabras que poblaban los más altos picos de los montes.
El rudimentario asentamiento consistía en miles de sencillas casas completamente construidas de adobe, alrededor de un pequeño manantial del que nacía un riachuelillo que decían bajaba hasta el Lago Busta. En aquel lugar florecían pequeños arbustos. Los pocos que en aquel paraje, por lo general yermo, no estaban secos. Gracias al río, a las pequeñas bayas que daban los arbustos y a la leche y carne de las gigantescas cabras que habían domesticado, en el Clan de los Sátiros no se pasaba ni hambre ni sed. Había oído rumores de que al Sur, había otro poderoso clan que decían no dudaban en comerse a los que no pudieran ser útiles a la comunidad. El miedo allí arriba siempre estaba dentro de los pechos de las gentes.
Olga había aprendido a montar hacía unos cinco años, cuando tenía trece, y cuando todavía nadie la llamaba La Chico. Ahora formaba parte de la guardia del pueblo, y llevaba siempre con ella un martillo que su padre utilizaba en Léh para templar el acero, una de las pocas pertenencias que su antecesor había llevado allí arriba. Decía orgullosa que era el Martillo más grande que existía en Barro y seguramente llevara razón.
Hoy comenzaba la paz.
Habían sufrido durante el último año el ataque de unos indeseables que habían asesinado a un par de chicas más abajo, en la rivera; habían incendiado algunas de las pequeñas granjas de ordeño que habían construido y exigían el pago en mujeres de la paz. Por fin la guardia del clan había dado con su guarida, y habían caído prisioneros. Intentaron escapar huyendo, pero cuando los cuernos del macho que cabalgaba La Chico destrozaron la espalda de uno de ellos mientras corría, decidieron rendirse. Todos menos uno, que había conseguido escapar a través de una estrecha gruta.
Hoy iban a ser ahorcados.
Olga estaba un poco nerviosa. Por la noche, ése que por todo el monte llamaban Muñeco había ido a verla en la guardia. “Debes impedir que mueran los salteadores”, le había dicho. El solo recuerdo de la escuálida figura de Muñeco le producía escalofríos. Alrededor de la figura de Muñeco había todo tipo de historias y rumores: Algunos decían que había escapado del Topo; otros que nadie sobrevivía a su espada; otros, que portaba la sombra de Léh en su cuerpo, pero que por alguna extraña razón no había caído bajo ella. Lo único cierto es que Muñeco iba y venía por toda la Cordillera fumando de su pipa, y que sobrevivía sólo. “No necesitáis cuatro cadáveres” le había dicho muñeco. Y después, su cara de rata había desaparecido en las sombras, tras expulsar la última bocanada de humo.
La Chico se incorporó de la cama. Había dormido durante toda la mañana. Su padre no estaba en casa. Seguramente estaría ya con los demás habitantes del pueblo en el Árbol de La Ley. Recogió su alargada melena rubia en un sencillo moño, y se colocó los ropajes de cuero, que le había regalado su padre por su dieciocho cumpleaños.
Cuando llegó al Árbol de La Ley, la muchedumbre ya estaba allí, gritando y maldiciendo a los hombres que atados de pies y manos esperaban junto al árbol su destino: barbudos, sucios y cabizbajos. A su lado, un guardia se mantenía apoyado en una rudimentaria lanza.
Olga, debido a su corpulencia, no necesitaba colocarse por delante para contemplar la ejecución, y ese fue lo que hizo. Buscó a su padre con la mirada, sin resultado alguno. Se dio cuenta entonces de lo grande que era el Clan: por lo menos cinco mil personas se congregaban allí.
Los dos soles comenzaban a perderse por el monte y el cielo se teñía de rojo.
Era la hora de las ejecuciones.
Dos hombres de la guardia del pueblo, llamados Gerjo y “Sonrisas”, aparecieron montando dos machos, coronados ambos por un sombrero construido con osamenta de cabras. Olga también tenía uno, los hacía Ojos de Sable, pero nunca se lo ponía. Sonrisas desmontó, encapuchó al primer forajido, le desató las piernas y le ayudó a subir a su macho. Gerjo le colocó la soga en torno al cuello. Se hizo el silencio.
-Por La Ley de El Clan de Los Sátiros, habéis sido condenados a muerte. Sea –Gritó Gerjo.
Lloros bajo la mortaja. Sonrisas agarró la barba del macho cabrío y la empujó hacia delante. Y después donde antes hubo un hombre, ahora había un cadáver bailando con la brisa. Los hombres que estaban en el suelo alzaron la cabeza para contemplar su destino. El guardia a pie volvió a colocar el chivo bajo el cadáver y el que montaba aflojó el nudo. El peso muerto golpeó el suelo.
Y la muchedumbre gritó.
Y mientras repetían la ceremonia con cada uno de los salteadores, con las palabras de Muñeco en la mente, La Chico sabía que la guerra nunca terminaría.

3. Lumérila



El Compasivo apareció cuando la caravana llegaba al rio Recio.
Cinco días de nevadas habían trastornado a todos los carrences, que no estaban acostumbrados a que el frío cayera del cielo. Tamar no paraba de recordar la advertencia que le hizo su padre sobre la nieve cuando subía al carro:
-Abrígate. Busca siempre cobijo. No estamos hechos para el frío por aquí, y si nieva en el Valle del Viento no quiero imaginar que ocurrirá en otros lugares-
La fina camisa que su suegra le había regalado por su cumpleaños no servía para calentar los huesos. Tamar llevaba puesto un abrigo de piel de conejo, pero parecía que tampoco cumplía con su cometido.
El último día de viaje hasta el rio fue el peor de todos, y se decidió continuar la marcha durante la noche por miedo a que los más débiles se hubieran convertido en estatuas de hielo mientras dormían. Nadie murió, pero la moral de los veintiséis carrences que llegaron a Balandro Viejo estaba por los suelos. Aunque el vadoverdiense estaba siempre de buen humor.
Las casas del pueblo eran de piedra, con las vigas de madera a la vista. Controlaban el rio desde lo alto de una colina. A los habitantes les gustaba informar a los forasteros de que algunos años las crecidas habían arrastrado el pequeño puerto flotante que descansaba en la orilla, y era mejor, aunque menos cómodo, bajar al rio todos los días que arriesgarse a edificar cerca del agua.
Antes de subir a una de las tres barcazas que se dirigían a Lumérila, Tamar decidió comprar ropa más adecuada para el frío. Tras preguntar un poco le recomendaron ir a casa de una viuda, que le vendió un abrigo y unos pantalones que pertenecieron a su marido. Ropa de montaña. Tamar nunca la había visto, pero había oído hablar de ella. Era de cuero grueso y el interior estaba forrado con lana. Algunos cazadores de Balandro Viejo empleaban este tipo de ropa cuando escalaban los Riscos Alados en busca de cabras salvajes. Estas montañas, junto con el rio Recio y el Manso, separaban el Valle del Viento del norte de Semilla, dónde estaban las ciudades de Orent y Remo.
Mientras subía en la última barcaza, se preguntaba si Lumérila sería parecida a Brisazul, dónde estuvo de vacaciones con su mujer cuando se casaron. Allí las casas tenían un color gris claro. Limpio. Era una ciudad pequeña, pero muy hermosa y prospera gracias a su puerto. Los sonidos que arrastraba el mar salpicaban las calles de tranquilidad.
-Algún día volveremos a ir-
A medida que Tamar se alejaba del Valle del Viento y de su eterno vendaval, la voz de su esposa se fue haciendo más suave. Ya no la oía como si estuviera al lado suyo. Esto podía deberse al agotamiento mental y físico que había supuesto el viaje a través de la nieve hasta el rio Recio. Una marcha tan dura no dejaba tiempo para pensar. O también podía deberse a que allí el viento no tenía la fuerza necesaria para arrastrar la voz de los muertos con nitidez.
Tamar dejó su equipaje junto a la hamaca del Cucas, un veinteañero de Vadoverde que había escapado de casa en busca de aventuras, y que creía que el Bastión Custodio era el mejor lugar para encontrarlas. La gente del sur era muy apasionada e inquieta. Para Tamar ya suponía una aventura increíble atravesar Semilla entera desde Vadoverde por tierra, cuando se podía llegar al Bastión Custodio desde un barco rodeando el continente. Pero para el Cucas no era suficiente. Le encantaba viajar, y a pesar de ser tan joven conocía miles de historias, que iban aumentando con cada ciudad o pueblo que visitaba. Ya se sabía alguna de las leyendas de Carrace.
El Cucas le caía bien a todo el mundo, pero Tamar no le aguantaba.
-Oye Pirado, ¿quieres desayunar?-
-Voy a dormir un rato, y deja de llamarme así, chaval-
-Todos lo hacen, ¿acaso yo no puedo?-
-Me ofende-
-¿Quizás la niña desea un trato más amable?
-Vete a tomar por culo Cucas-
El vadoverdiense se fue, pero no a tomar por culo, sino a cubierta, riendo. Era buena persona, aunque demasiado pesado. Tamar se tumbó en una hamaca.
Sus sueños eran siempre tranquilos, la pesadilla era despertar. Casi diez años después del asesinato de su mujer, se veía incapaz de sentir la felicidad que experimentaba con ella. Ahora sólo le quedaban lágrimas. Unas lágrimas que no sanaban sus heridas porque eran arrastradas por el viento antes de que pudieran resbalar por sus mejillas.
Despertó a la mañana siguiente. Había dormido un día entero y estaba hambriento. Subió a la cubierta, dónde le dieron un guiso de trucha frío porque hacía tiempo que el resto de la tripulación había desayunado. La nieve ya no cubría el cielo, y el paisaje dejó de ser blanco a medida que las barcazas avanzaban. Los seis carrences y el vadoverdiense que viajaban con él estaban jugando a las cartas en la proa.
Haritz el Gordo le invitó a unirse a la partida. Era altísimo, muy corpulento y fuerte, y no estaba gordo. El mote le venía de su padre. Tamar le conocía porque Haritz era agricultor, y todos los meses iba a dar parte en el ayuntamiento sobre la situación de sus tierras. La familia de su hermano pequeño fue asesinada por los baleros. Como el resto de los carrences de la caravana, sentía que su deber era unirse a la Custodia para evitar que la peste avanzara por Semilla, pero jamás podría perdonar a los baleros.
-Nunca había visto tanta nieve en mi vida- dijo Oren Ramas, un tipo bajito y peludo de la misma edad que Tamar que venía de Molino Nuevo, un pueblo cercano a Carrace.
-Esto no es nada. Cuando salí de Síncope tuve que pasar por la Cicatriz- dijo el Cucas- aquellas montañas parecían estar hechas de harina-
-¿A qué se deberá tanta nieve de repente?- preguntó Tamar
-Los Gemelos intentaron escapar otra vez- dijo Haritz
-Tienes que acostumbrarte a no hacer esos comentarios, o terminarás con un cuchillo en la espalda cuando estemos en el Bastión- advirtió Alnus Unedo. Tenía ciencuenta y tres años, lo que le convertía en el más viejo de la caravana. Al igual que Tamar, perdió a su mujer cuando los baleros atacaron el Valle del Viento.
-Como algún balero se atreva a intentarlo le haré tragar su propio cuchillo- respondió Hartiz mientras lanzaba una carta al centro del corro.
-Recuerda que vamos para ayudarlos, pero debemos tener cuidado con lo que decimos. Si la peste avanza por Semilla no tardará en llegar a Carrace, hay que detenerla como sea, luchando junto a los baleros…- dijo Oren Ramas
-A mi no me importa la peste, voy para liberar el aliento de mi padre. Cuando Léh caiga nada me impedirá cargarme a todos los putos baleros- dijo Taxus Manzano, el más joven de todos los carrences de la caravana.
-Eso del origen de la muerte es una chorrada- opinó Jerón Sauce, que vivía cerca de la casa de Tamar en Carrace. Jerón estaba casado y tenía cuatro hijos. Como Taxus, también había perdido a su padre, pero él consideraba imposible liberar su último aliento, y además no creía en que la destrucción de Léh, como origen del mal, pudiera liberarlo tampoco. El padre de familia se alistaba en la Custodia para proteger el Valle del Viento, a sus seres queridos, ese era su único motivo.
-Para mí todas vuestras creencias son chorradas- dijo el Cucas susurrando para sí mismo
Por supuesto, todos los carrences escucharon el insulto, pero hicieron oídos sordos porque el Cucas era un payaso. Llevaba todo el viaje intentando comprobar si era verdad que podían escuchar cuando se tiraba un pedo que no sonaba. Y lo escuchaban, pero solo se quejaban del olor y eso no satisfacía la curiosidad del Cucas. Era más divertido dejarle con la intriga que confirmarle el verdadero potencial de sus oídos.
Todos estuvieron callados y atentos a la partida un buen rato, hasta que Alnus Unedo rompió el silencio informando a todos de que el capitán le había comentado que seguramente llegarían a Lumérila esa misma noche.
-Dicen que Lumérila brilla con luz propia, ¿cómo puede ser eso posible?- preguntó Taxus
-Será porque los edificios están cubiertos por una piedra de la zona que refleja mucho la luz- dijo Tamar
-Aparte, la luz es muy importante para los lumérilos. Está el faro de la ciudad, ¡y el barrio de las lámparas!- dijo Alnus - toda la ciudad es un palacio de luces. La noche nunca la cubre. Brilla en la oscuridad.
Brisazul era de plata, Lumérila de oro. Ambas ciudades estaban construidas a la orilla del mar, pero eran muy diferentes. Tamar nunca había estado en Lumérila, pero Alnus sí, y le había comentado que era bastante caótica y sucia, pero a pesar de ello uno de los sitios más impresionantes en los que había estado. “Un gigante levantándose” recordó haberle oído decir a Alnus. Un satélite de Léh en los buenos tiempos.
En Lumérila adoraban a los Gemelos, aunque allí les llamaban Padre y Madre. Pero ese  culto desapareció en cuanto los baleros llegaron a la ciudad. Los lumérilos se rindieron rápidamente y se convirtieron al balerio. El Padre y la Madre pasaron a ser los ojos de Baler, el señor de todos los dioses.
-Gané- dijo Álamen el Callado. No era necesario explicar el por qué de su mote.
-¡Bah, es imposible jugar contigo!- se quejó Haritz- ¡no hay quien averigüe en qué estás pensado!
-Quizás Pirado puede escuchar sus pensamientos…- dijo Jerón
Todos se rieron, menos Tamar.
-No me llaméis así…-
-¡No te enfades hombre!, todos conocemos a alguien con el mal del viento…- dijo Oren
-Yo no tengo el mal del viento- siseó Tamar, advirtiendo de que estaba dispuesto atacar, como una serpiente, si se le molestaba.
Silencio incómodo. Estos hombres se conocían desde hace poco y no había confianza.
-No puedes engañar a tus compatriotas, te oímos hablar a solas. Negarlo no te hará ningún bien, debes vivir con ello y asumirlo, o terminarás confundiendo las voces que son reales de las que no lo son- dijo Alnus
-Ahórrate los consejos. Todas las voces que escucho son reales.-
Tamar se marchó. Siempre huyendo. Reales, sí, pero sólo para él. Y sólo era una voz. Cada vez menos nítida, cada vez más lejos. ¿Cada vez menos loco?
-Te echo de menos- dijo
Entró en el camarote y dejó pasar el tiempo leyendo un viejo libro que había encontrado encima de la hamaca del Cucas.
Los gritos empezaron a oírse cuando el Despiadado fue derrotado. Tamar, sorprendido, saltó de la hamaca y subió a cubierta. Todos los carrences estaban apoyados en babor.
-¿Los oyes también?- preguntó Taxus, claramente nervioso
-Si…-
-¿Qué oís?- preguntó el Cucas- ¿Qué es lo que ocurre?
La barcaza avanzó por el rio y tras una montaña apareció la ciudad a lo lejos.
Y en efecto, Lumérila brillaba en la oscuridad de la noche: estaba en llamas.