Hoy comenzaba la paz.
Hacía catorce años, los Caballeros de
Guj, hombres del Norte y protectores de Barro, habían cumplido con mano firme
la decisión del Lord Supremo. Cuando cayó la ciudad de Léh, la ciudad más
grande y próspera que Irune había conocido, todos los habitantes que no estaban
infectados trataron de huir. Algunos cayeron en las manos de quienes antes
fueron sus familiares, amigos y conciudadanos, que ya eran sombras de sí mismos,
y se unieron a ellos. Léh se convirtió en una ciudad sin ley, muerta y
silenciosa.
De los que consiguieron escapar de aquel
infierno, la mayoría se refugiaron en la Ciudad de Guj y en el las ciudades del norte de
Semilla y, algunos pocos, a la larga los que más suerte tuvieron, en los
Pueblos de Pescadores. Guj no estaba preparada para recibir a tantos habitantes
nuevos, muchos de ellos sin nada de lo que vivir o en lo que creer. Cuando los
graneros se vaciaron antes de tiempo y los alimentos empezaron a escasear,
comenzaron los saqueos. Cuando la prisión en la Isla del Topo se llenó, comenzaron los
destierros.
Violadores, asesinos, padres de familia
que habían robado un trozo de pan para sus hijos, todos fueron enviados a las
montañas con aquel equipaje que ellos mismos pudieran cargar.
Al principio.
Después, cuando la ciudad seguía sin
poder dar de mamar a todos sus cachorros, también desterraron a todos los
familiares de alguien que estuviera en las montañas: hijos, esposas y maridos,
padres y madres. Todos fueron dejados a su suerte en el monte.
Los Caballeros de Guj, los valerosos
guerreros de Barro, eran incapaces de ejecutar a un hombre por sus pecados, y
mucho menos a sus parientes. En La
Isla del Topo se alimentaba y retenía a la primera línea de
infantería en caso de intento de invasión del Norte. Con los destierros,
esperaban que en las montañas imperara la ley del más fuerte, y que se iniciara
una guerra de guerrillas que ellos podrían controlar, pero los invasores del
Norte ni siquiera conocían. Los Caballeros levantaron puestos de vigilancia a
lo largo de toda la cordillera y fue rebautizada como Cordillera del Destierro.
A los que intentaban volver se les capturaba y devolvía al monte, o se le
enviaba a La Isla
del Topo si un muerto había dejado una cadena libre. Antes era una muralla
natural. Ahora era una muralla viva y peligrosa. Había una idea por encima de
todas las demás que unía a los hombres de Barro: el odio al Norte.
Claro que Olga conocía bien poco de los
planes de los Caballeros de Guj. Pero sí sabía bien la historia de los clanes.
Cuando comenzaron los destierros masivos, los débiles comenzaron a agruparse, y
se hicieron fuertes. Conocía bien como su padre había sido apresando cazando
para que ella no muriera de hambre en las tierras de en otro tiempo un rico
mercader y hoy un viejo avaro, y habían sido desterrados allí esa misma semana,
cuando ella era muy pequeña. Conocía bien como las familias que aquella noche
habían sido desterradas habían dormido juntas. Como un violador había destruido
la virtud de una joven esa misma noche, hija de un panadero llamado Garraf que había robado harina de
las reservas de los Caballeros de Guj, y como había muerto al
amanecer apedreado por todos ellos. Recordaba cuando por fin construyeron un
asentamiento fijo, siendo muchos más que los que durmieron la primera noche
juntos. Y cuando encontraron aquellas enormes cabras que comenzaron a
domesticar, en las más altas colinas de aquella familia de montañas. Como los
hombres montaban guardia para que los niños y las mujeres pudieran dormir
tranquilas. Conocía bien el Árbol de La
Ley, con su vieja soga.
Pero si había un día que no olvidaría
jamás, fue cuando un joven pastor sin familia y sin lengua al que todos
llamaban Ojos de Sable por sus ojos afelinados, había entrado en el poblado a
lomos de un inmenso macho cabrío, agarrado firmemente a su barba. Ese mismo día
había nacido el nombre de El Clan de los Sátiros. Ella aún era muy pequeña.
El Clan de los Sátiros era uno de los más
numerosos de los que había en la Cordillera del Destierro. Había muchos más,
más pequeños o grandes o peligrosos, pero sólo ellos habían conseguido domar a
las gigantescas cabras que poblaban los más altos picos de los montes.
El rudimentario asentamiento consistía en
miles de sencillas casas completamente construidas de adobe, alrededor de un
pequeño manantial del que nacía un riachuelillo que decían bajaba hasta el Lago
Busta. En aquel lugar florecían pequeños arbustos. Los pocos que en aquel
paraje, por lo general yermo, no estaban secos. Gracias al río, a las pequeñas
bayas que daban los arbustos y a la leche y carne de las gigantescas cabras que
habían domesticado, en el Clan de los Sátiros no se pasaba ni hambre ni sed. Había
oído rumores de que al Sur, había otro poderoso clan que decían no dudaban en
comerse a los que no pudieran ser útiles a la comunidad. El miedo allí arriba
siempre estaba dentro de los pechos de las gentes.
Olga había aprendido a montar hacía unos
cinco años, cuando tenía trece, y cuando todavía nadie la llamaba La Chico. Ahora formaba
parte de la guardia del pueblo, y llevaba siempre con ella un martillo que su
padre utilizaba en Léh para templar el acero, una de las pocas pertenencias que
su antecesor había llevado allí arriba. Decía orgullosa que era el Martillo más
grande que existía en Barro y seguramente llevara razón.
Hoy comenzaba la paz.
Habían sufrido durante el último año el
ataque de unos indeseables que habían asesinado a un par de chicas más abajo,
en la rivera; habían incendiado algunas de las pequeñas granjas de ordeño que
habían construido y exigían el pago en mujeres de la paz. Por fin la guardia
del clan había dado con su guarida, y habían caído prisioneros. Intentaron
escapar huyendo, pero cuando los cuernos del macho que cabalgaba La Chico destrozaron la espalda
de uno de ellos mientras corría, decidieron rendirse. Todos menos uno, que
había conseguido escapar a través de una estrecha gruta.
Hoy iban a ser ahorcados.
Olga estaba un poco nerviosa. Por la
noche, ése que por todo el monte llamaban Muñeco había ido a verla en la
guardia. “Debes impedir que mueran los salteadores”, le había dicho. El solo
recuerdo de la escuálida figura de Muñeco le producía escalofríos. Alrededor de
la figura de Muñeco había todo tipo de historias y rumores: Algunos decían que
había escapado del Topo; otros que nadie sobrevivía a su espada; otros, que
portaba la sombra de Léh en su cuerpo, pero que por alguna extraña razón no
había caído bajo ella. Lo único cierto es que Muñeco iba y venía por toda la Cordillera fumando de
su pipa, y que sobrevivía sólo. “No necesitáis cuatro cadáveres” le había dicho
muñeco. Y después, su cara de rata había desaparecido en las sombras, tras expulsar
la última bocanada de humo.
La Chico se
incorporó de la cama. Había dormido durante toda la mañana. Su padre no estaba
en casa. Seguramente estaría ya con los demás habitantes del pueblo en el Árbol
de La Ley. Recogió
su alargada melena rubia en un sencillo moño, y se colocó los ropajes de cuero,
que le había regalado su padre por su dieciocho cumpleaños.
Cuando llegó al Árbol de La Ley, la muchedumbre ya estaba
allí, gritando y maldiciendo a los hombres que atados de pies y manos esperaban
junto al árbol su destino: barbudos, sucios y cabizbajos. A su lado, un guardia
se mantenía apoyado en una rudimentaria lanza.
Olga, debido a su corpulencia, no
necesitaba colocarse por delante para contemplar la ejecución, y ese fue lo que
hizo. Buscó a su padre con la mirada, sin resultado alguno. Se dio cuenta
entonces de lo grande que era el Clan: por lo menos cinco mil personas se
congregaban allí.
Los dos soles comenzaban a perderse por
el monte y el cielo se teñía de rojo.
Era la hora de las ejecuciones.
Dos hombres de la guardia del pueblo,
llamados Gerjo y “Sonrisas”, aparecieron montando dos machos, coronados ambos
por un sombrero construido con osamenta de cabras. Olga también tenía uno, los
hacía Ojos de Sable, pero nunca se lo ponía. Sonrisas desmontó, encapuchó al
primer forajido, le desató las piernas y le ayudó a subir a su macho. Gerjo le
colocó la soga en torno al cuello. Se hizo el silencio.
-Por La Ley de El Clan de Los Sátiros, habéis sido
condenados a muerte. Sea –Gritó Gerjo.
Lloros bajo la mortaja. Sonrisas agarró la
barba del macho cabrío y la empujó hacia delante. Y después donde antes hubo un
hombre, ahora había un cadáver bailando con la brisa. Los hombres que estaban
en el suelo alzaron la cabeza para contemplar su destino. El guardia a pie
volvió a colocar el chivo bajo el cadáver y el que montaba aflojó el nudo. El
peso muerto golpeó el suelo.
Y la muchedumbre gritó.
Y mientras repetían la ceremonia con cada
uno de los salteadores, con las palabras de Muñeco en la mente, La Chico sabía
que la guerra nunca terminaría.
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