4. Cordillera del Destierro

 
Hoy comenzaba la paz.
Hacía catorce años, los Caballeros de Guj, hombres del Norte y protectores de Barro, habían cumplido con mano firme la decisión del Lord Supremo. Cuando cayó la ciudad de Léh, la ciudad más grande y próspera que Irune había conocido, todos los habitantes que no estaban infectados trataron de huir. Algunos cayeron en las manos de quienes antes fueron sus familiares, amigos y conciudadanos, que ya eran sombras de sí mismos, y se unieron a ellos. Léh se convirtió en una ciudad sin ley, muerta y silenciosa.
De los que consiguieron escapar de aquel infierno, la mayoría se refugiaron en la Ciudad de Guj y en el las ciudades del norte de Semilla y, algunos pocos, a la larga los que más suerte tuvieron, en los Pueblos de Pescadores. Guj no estaba preparada para recibir a tantos habitantes nuevos, muchos de ellos sin nada de lo que vivir o en lo que creer. Cuando los graneros se vaciaron antes de tiempo y los alimentos empezaron a escasear, comenzaron los saqueos. Cuando la prisión en la Isla del Topo se llenó, comenzaron los destierros.
Violadores, asesinos, padres de familia que habían robado un trozo de pan para sus hijos, todos fueron enviados a las montañas con aquel equipaje que ellos mismos pudieran cargar.
Al principio.
Después, cuando la ciudad seguía sin poder dar de mamar a todos sus cachorros, también desterraron a todos los familiares de alguien que estuviera en las montañas: hijos, esposas y maridos, padres y madres. Todos fueron dejados a su suerte en el monte.
Los Caballeros de Guj, los valerosos guerreros de Barro, eran incapaces de ejecutar a un hombre por sus pecados, y mucho menos a sus parientes. En La Isla del Topo se alimentaba y retenía a la primera línea de infantería en caso de intento de invasión del Norte. Con los destierros, esperaban que en las montañas imperara la ley del más fuerte, y que se iniciara una guerra de guerrillas que ellos podrían controlar, pero los invasores del Norte ni siquiera conocían. Los Caballeros levantaron puestos de vigilancia a lo largo de toda la cordillera y fue rebautizada como Cordillera del Destierro. A los que intentaban volver se les capturaba y devolvía al monte, o se le enviaba a La Isla del Topo si un muerto había dejado una cadena libre. Antes era una muralla natural. Ahora era una muralla viva y peligrosa. Había una idea por encima de todas las demás que unía a los hombres de Barro: el odio al Norte.
Claro que Olga conocía bien poco de los planes de los Caballeros de Guj. Pero sí sabía bien la historia de los clanes. Cuando comenzaron los destierros masivos, los débiles comenzaron a agruparse, y se hicieron fuertes. Conocía bien como su padre había sido apresando cazando para que ella no muriera de hambre en las tierras de en otro tiempo un rico mercader y hoy un viejo avaro, y habían sido desterrados allí esa misma semana, cuando ella era muy pequeña. Conocía bien como las familias que aquella noche habían sido desterradas habían dormido juntas. Como un violador había destruido la virtud de una joven esa misma noche, hija de un panadero llamado Garraf que había robado harina de las reservas de los Caballeros de Guj, y como había muerto al amanecer apedreado por todos ellos. Recordaba cuando por fin construyeron un asentamiento fijo, siendo muchos más que los que durmieron la primera noche juntos. Y cuando encontraron aquellas enormes cabras que comenzaron a domesticar, en las más altas colinas de aquella familia de montañas. Como los hombres montaban guardia para que los niños y las mujeres pudieran dormir tranquilas. Conocía bien el Árbol de La Ley, con su vieja soga.
Pero si había un día que no olvidaría jamás, fue cuando un joven pastor sin familia y sin lengua al que todos llamaban Ojos de Sable por sus ojos afelinados, había entrado en el poblado a lomos de un inmenso macho cabrío, agarrado firmemente a su barba. Ese mismo día había nacido el nombre de El Clan de los Sátiros. Ella aún era muy pequeña.
El Clan de los Sátiros era uno de los más numerosos de los que había en la Cordillera del Destierro. Había muchos más, más pequeños o grandes o peligrosos, pero sólo ellos habían conseguido domar a las gigantescas cabras que poblaban los más altos picos de los montes.
El rudimentario asentamiento consistía en miles de sencillas casas completamente construidas de adobe, alrededor de un pequeño manantial del que nacía un riachuelillo que decían bajaba hasta el Lago Busta. En aquel lugar florecían pequeños arbustos. Los pocos que en aquel paraje, por lo general yermo, no estaban secos. Gracias al río, a las pequeñas bayas que daban los arbustos y a la leche y carne de las gigantescas cabras que habían domesticado, en el Clan de los Sátiros no se pasaba ni hambre ni sed. Había oído rumores de que al Sur, había otro poderoso clan que decían no dudaban en comerse a los que no pudieran ser útiles a la comunidad. El miedo allí arriba siempre estaba dentro de los pechos de las gentes.
Olga había aprendido a montar hacía unos cinco años, cuando tenía trece, y cuando todavía nadie la llamaba La Chico. Ahora formaba parte de la guardia del pueblo, y llevaba siempre con ella un martillo que su padre utilizaba en Léh para templar el acero, una de las pocas pertenencias que su antecesor había llevado allí arriba. Decía orgullosa que era el Martillo más grande que existía en Barro y seguramente llevara razón.
Hoy comenzaba la paz.
Habían sufrido durante el último año el ataque de unos indeseables que habían asesinado a un par de chicas más abajo, en la rivera; habían incendiado algunas de las pequeñas granjas de ordeño que habían construido y exigían el pago en mujeres de la paz. Por fin la guardia del clan había dado con su guarida, y habían caído prisioneros. Intentaron escapar huyendo, pero cuando los cuernos del macho que cabalgaba La Chico destrozaron la espalda de uno de ellos mientras corría, decidieron rendirse. Todos menos uno, que había conseguido escapar a través de una estrecha gruta.
Hoy iban a ser ahorcados.
Olga estaba un poco nerviosa. Por la noche, ése que por todo el monte llamaban Muñeco había ido a verla en la guardia. “Debes impedir que mueran los salteadores”, le había dicho. El solo recuerdo de la escuálida figura de Muñeco le producía escalofríos. Alrededor de la figura de Muñeco había todo tipo de historias y rumores: Algunos decían que había escapado del Topo; otros que nadie sobrevivía a su espada; otros, que portaba la sombra de Léh en su cuerpo, pero que por alguna extraña razón no había caído bajo ella. Lo único cierto es que Muñeco iba y venía por toda la Cordillera fumando de su pipa, y que sobrevivía sólo. “No necesitáis cuatro cadáveres” le había dicho muñeco. Y después, su cara de rata había desaparecido en las sombras, tras expulsar la última bocanada de humo.
La Chico se incorporó de la cama. Había dormido durante toda la mañana. Su padre no estaba en casa. Seguramente estaría ya con los demás habitantes del pueblo en el Árbol de La Ley. Recogió su alargada melena rubia en un sencillo moño, y se colocó los ropajes de cuero, que le había regalado su padre por su dieciocho cumpleaños.
Cuando llegó al Árbol de La Ley, la muchedumbre ya estaba allí, gritando y maldiciendo a los hombres que atados de pies y manos esperaban junto al árbol su destino: barbudos, sucios y cabizbajos. A su lado, un guardia se mantenía apoyado en una rudimentaria lanza.
Olga, debido a su corpulencia, no necesitaba colocarse por delante para contemplar la ejecución, y ese fue lo que hizo. Buscó a su padre con la mirada, sin resultado alguno. Se dio cuenta entonces de lo grande que era el Clan: por lo menos cinco mil personas se congregaban allí.
Los dos soles comenzaban a perderse por el monte y el cielo se teñía de rojo.
Era la hora de las ejecuciones.
Dos hombres de la guardia del pueblo, llamados Gerjo y “Sonrisas”, aparecieron montando dos machos, coronados ambos por un sombrero construido con osamenta de cabras. Olga también tenía uno, los hacía Ojos de Sable, pero nunca se lo ponía. Sonrisas desmontó, encapuchó al primer forajido, le desató las piernas y le ayudó a subir a su macho. Gerjo le colocó la soga en torno al cuello. Se hizo el silencio.
-Por La Ley de El Clan de Los Sátiros, habéis sido condenados a muerte. Sea –Gritó Gerjo.
Lloros bajo la mortaja. Sonrisas agarró la barba del macho cabrío y la empujó hacia delante. Y después donde antes hubo un hombre, ahora había un cadáver bailando con la brisa. Los hombres que estaban en el suelo alzaron la cabeza para contemplar su destino. El guardia a pie volvió a colocar el chivo bajo el cadáver y el que montaba aflojó el nudo. El peso muerto golpeó el suelo.
Y la muchedumbre gritó.
Y mientras repetían la ceremonia con cada uno de los salteadores, con las palabras de Muñeco en la mente, La Chico sabía que la guerra nunca terminaría.

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