Trayon reposó sus antebrazos sobre la balaustrada del balcón
del Palacio Blanco y contempló cómo los dos soles se alzaban sobre Verdemar. Al
sur el Marl Último amenazaba tormentas. Disfrutó de la brisa peinando sus
cabellos largos y rubios. Los rayos se colaban entre las densas nubes violetas
y sus reflejos jugaban con las olas del mar. Trayon sacó de su cinto una
pequeña pipa de madera y un sobre de papel con hierba de La Vega de los Molinos. Le
pareció un buen momento para fumar.
Entretenido con el amanecer y las siluetas de humo, tuvo que
volver a la realidad cuando los cuernos de metal sonaron. Dejó cuidadosamente
la pipa sobre el borde del balcón y volvió al interior. Atravesó la inmensa
sala de mármol blanco. Llegó al otro lado, donde había otro balcón y saludó a
su ejército, que le esperaba en la inmensa explanada a los pies de la fortaleza
blanca. Fue recibido con gritos de jolgorio, y se vio obligado a desenfundar el
gigantesco mandoble que solía llevar cruzado a la espalda y blandirlo contra el
amanecer. Después volvió a colocarlo donde debía estar siempre que no se
presentara batalla, y cruzó las manos, esperando a la llegada del Murgaño.
Las capas violetas no tardaron en aparecer, encapuchados y
sin hablar. Vinieron del Norte con el Murgaño, y ejecutaban los nuevos cultos
impuestos en la ciudad. Instantes después apareció el Murgaño. Vestía una
largísima túnica blanca, que arrastraba un par de metros. Llevaba un cetro
blanco en su mano enguantada en negro. Era un hombre pálido y delgado, calvo,
de mirada oscura y penetrante.
Trayon notó como los soldados se ponían rígidos. Percibió la
diferencia entre la admiración que sentían por él y el miedo que les infundía
el Murgaño, con su bestia del lago.
El Murgaño se colocó en el centro de todos los que estaban
en el balcón, y se dirigió al ejército que tenía a sus pies.
“Hombres de Ral, decidme, decidme qué de malo os ha traído
el Norte. (Guardó silencio unos instantes). Nada.
Vuestas creencias más oscuras llevaron esta tierra a la
maldición. Nos repelisteis una y otra vez a lo largo de los tiempos. Nos
odiabais, pero no sabíais por qué. Seguíais las ideas de los Caballeros de Guj
y no cuestionabais su razón. Llegaron tiempos oscuros, y la ciudad de Léh
pereció en las sombras ¿Fue el Norte responsable? No. Fueron Los Caballeros de
Guj. Después se produjo la llegada de los Custodios ¿Fue el Norte responsable
de los asesinatos, los saqueos y las violaciones? No.”
Trayón recordaba todo eso con nitidez. Fue nombrado el
Comandante en Jefe de los Ejércitos de Ral más jóven de todos los tiempos, y
aprendió rápido de todo aquello. Recordaba cómo los viejos generales llamaban a
las batallas contra los Custodios “Novatadas”. Sonrió al recordar que a pensar
de la juventud que poseía entonces, nadie nunca cuestionó su autoridad. Recordó
cómo lo jaleaban sus hombres en el terreno de batalla, cuando partía a tres
hombres a la mitad de un solo mandoble, en el centro de la vanguardia. El
Murgaño continuaba con su discurso:
“Contemplasteis mi poder, vistes cómo salvé que esta ciudad
sucumbiera. La Custodia
se recluyó en una isla y la ciudad de Ral fue la única flor que no se pudrió de
todo Barro. Mirad nuestros palacios blancos, limpios y a nuestras muchachas,
puras como el agua que corre por nuestros arroyos.
Sí, pero avanzad hacia el Oeste, avanzad y veréis lo que los
Caballeros de Guj han hecho con Barro. Vedlo con vuestros propios ojos, y
cuando lleguéis al Foco de Peste, si creéis que los valerosos hombres del Norte
que allí os esperan no merecen vuestra confianza, no seréis dignos de llamaros
hijos de Ral.
Y no tengáis miedo por dejar a vuestras mujeres y a vuestros
hijos desprotegidos, porque aquí queda todo el poder del Norte, que es
suficiente para calmar a los inconscientes que se planten frente a nuestras
tierras”
El Murgaño siseó algo suavemente con los ojos cerrados. El
inmenso lago que se extendía en el norte de la explanada comenzó a agitarse. De
sus profundidades emergió una bestia colosal, de garras y dientes afilados y
enormes, de piel de barro y ojos acuosos. La bestia gritó y el Murgaño abrió
los ojos, y donde antes había una bestia, todo lo que volvió a haber fue una
lluvia de barro y agua.
Trayon sabía lo que era luchar con esa bestia a su lado. Lo
había visto arrasar batallones de un manotazo. No se imaginaba como habían los
Caballeros de Guj repelido una y otra vez a los Norteños a lo largo de los
tiempos con una Bandurria. “El Murgaño despierta a la bestia cuando quiere, eso
no hay laúd que lo pueda evitar”, reflexionó.
-Partid con la mitad de vuestro ejército, el más veterano
que tengáis. Los soldados jóvenes quedaran en la ciudad para protegerla, y para
disfrutar de sus pequeños hijos y jóvenes esposas. No será necesario más que
eso, mi querido Trayon. Partirás antes de que los soles lleguen a lo alto de la
cúpula.
La voz del Murgaño era metálica y grave, pero a él siempre
lo había tratado con cordialidad.
El ejército que había en la explanada se deshizo. Y los
hombres volvieron a sus casas, o burdeles o templos, todos ellos de mármol
blanco como el pelo de un anciano. Trayon se reunió con todos sus generales en
una inmensa sala para banquetes que existía en el Palacio Blanco y comentó cómo
debían organizarse los batallones. Los generales se levantaron y fueron a las
tiendas del campamento a los pies del lago. Durante la comida, fueron
decidiendo dónde debía permanecer cada uno de sus hombres.
Trayon fue a despedirse de su señora.
Cuando llegó a su palacete, la encontró en el patio trasero,
junto al pozo. Era un poco mayor que él, y tenía el pelo gris, largo y suave.
Era delgada, de pechos generosos, piel blanca y ojos verdes. Leía con
tranquilidad un romancero. No fue necesario hablar. Trayon la sujetó con
delideza del mentón y comenzaron a besarse. No tardó ella en estar desnuda
sobre él, cabalgándola como una gran amazona. Le agarró sus pelos dorados con
fuerza, y entonces Trayón la agarró de las muñecas, la hizo desmontar, la dió
la vuelta y la penetró por detrás. Ella comenzó a gritar y el le agarró de los
pezones con firmeza. Pronto los flujos asomaron donde se juntaban los cuerpos,
y jadeantes, descansaron abrazados con la espalda sobre el pozo. Ella le lamió
el falo con suavidad.
-Mi mandoble…-susurró la mujer-. Volved, por los dioses,
volved.
Trayón se colocó de nuevo el calzón y las calzas. Se
despidió con un beso y fue a los pies del lago, donde los hombres que partirían
hacia el Foco de Peste ya aguardarían.
Allí estaban, formando. Trayon montó a caballo, uno más
grande de lo normal para que la proporción fuera la adecuada y revisó filas.
A medio camino les gritó:
-¡¡Yo soy Trayon, el que nunca perdió una batalla!!
Los soldados levantaron las picas y gritaron:
-¡¡¡Ral, Ral, Ral!!!
“Espero que el Norte merezca la pena tanto como mis hombre y
yo mismo”. Pensó Trayon, orgulloso de su ejército.
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