8. Ral



Trayon reposó sus antebrazos sobre la balaustrada del balcón del Palacio Blanco y contempló cómo los dos soles se alzaban sobre Verdemar. Al sur el Marl Último amenazaba tormentas. Disfrutó de la brisa peinando sus cabellos largos y rubios. Los rayos se colaban entre las densas nubes violetas y sus reflejos jugaban con las olas del mar. Trayon sacó de su cinto una pequeña pipa de madera y un sobre de papel con hierba de La Vega de los Molinos. Le pareció un buen momento para fumar.
Entretenido con el amanecer y las siluetas de humo, tuvo que volver a la realidad cuando los cuernos de metal sonaron. Dejó cuidadosamente la pipa sobre el borde del balcón y volvió al interior. Atravesó la inmensa sala de mármol blanco. Llegó al otro lado, donde había otro balcón y saludó a su ejército, que le esperaba en la inmensa explanada a los pies de la fortaleza blanca. Fue recibido con gritos de jolgorio, y se vio obligado a desenfundar el gigantesco mandoble que solía llevar cruzado a la espalda y blandirlo contra el amanecer. Después volvió a colocarlo donde debía estar siempre que no se presentara batalla, y cruzó las manos, esperando a la llegada del Murgaño.
Las capas violetas no tardaron en aparecer, encapuchados y sin hablar. Vinieron del Norte con el Murgaño, y ejecutaban los nuevos cultos impuestos en la ciudad. Instantes después apareció el Murgaño. Vestía una largísima túnica blanca, que arrastraba un par de metros. Llevaba un cetro blanco en su mano enguantada en negro. Era un hombre pálido y delgado, calvo, de mirada oscura y penetrante.
Trayon notó como los soldados se ponían rígidos. Percibió la diferencia entre la admiración que sentían por él y el miedo que les infundía el Murgaño, con su bestia del lago.
El Murgaño se colocó en el centro de todos los que estaban en el balcón, y se dirigió al ejército que tenía a sus pies.
“Hombres de Ral, decidme, decidme qué de malo os ha traído el Norte. (Guardó silencio unos instantes). Nada.
Vuestas creencias más oscuras llevaron esta tierra a la maldición. Nos repelisteis una y otra vez a lo largo de los tiempos. Nos odiabais, pero no sabíais por qué. Seguíais las ideas de los Caballeros de Guj y no cuestionabais su razón. Llegaron tiempos oscuros, y la ciudad de Léh pereció en las sombras ¿Fue el Norte responsable? No. Fueron Los Caballeros de Guj. Después se produjo la llegada de los Custodios ¿Fue el Norte responsable de los asesinatos, los saqueos y las violaciones? No.”
Trayón recordaba todo eso con nitidez. Fue nombrado el Comandante en Jefe de los Ejércitos de Ral más jóven de todos los tiempos, y aprendió rápido de todo aquello. Recordaba cómo los viejos generales llamaban a las batallas contra los Custodios “Novatadas”. Sonrió al recordar que a pensar de la juventud que poseía entonces, nadie nunca cuestionó su autoridad. Recordó cómo lo jaleaban sus hombres en el terreno de batalla, cuando partía a tres hombres a la mitad de un solo mandoble, en el centro de la vanguardia. El Murgaño continuaba con su discurso:
“Contemplasteis mi poder, vistes cómo salvé que esta ciudad sucumbiera. La Custodia se recluyó en una isla y la ciudad de Ral fue la única flor que no se pudrió de todo Barro. Mirad nuestros palacios blancos, limpios y a nuestras muchachas, puras como el agua que corre por nuestros arroyos.
Sí, pero avanzad hacia el Oeste, avanzad y veréis lo que los Caballeros de Guj han hecho con Barro. Vedlo con vuestros propios ojos, y cuando lleguéis al Foco de Peste, si creéis que los valerosos hombres del Norte que allí os esperan no merecen vuestra confianza, no seréis dignos de llamaros hijos de Ral.
Y no tengáis miedo por dejar a vuestras mujeres y a vuestros hijos desprotegidos, porque aquí queda todo el poder del Norte, que es suficiente para calmar a los inconscientes que se planten frente a nuestras tierras”
El Murgaño siseó algo suavemente con los ojos cerrados. El inmenso lago que se extendía en el norte de la explanada comenzó a agitarse. De sus profundidades emergió una bestia colosal, de garras y dientes afilados y enormes, de piel de barro y ojos acuosos. La bestia gritó y el Murgaño abrió los ojos, y donde antes había una bestia, todo lo que volvió a haber fue una lluvia de barro y agua.
Trayon sabía lo que era luchar con esa bestia a su lado. Lo había visto arrasar batallones de un manotazo. No se imaginaba como habían los Caballeros de Guj repelido una y otra vez a los Norteños a lo largo de los tiempos con una Bandurria. “El Murgaño despierta a la bestia cuando quiere, eso no hay laúd que lo pueda evitar”, reflexionó.
-Partid con la mitad de vuestro ejército, el más veterano que tengáis. Los soldados jóvenes quedaran en la ciudad para protegerla, y para disfrutar de sus pequeños hijos y jóvenes esposas. No será necesario más que eso, mi querido Trayon. Partirás antes de que los soles lleguen a lo alto de la cúpula.
La voz del Murgaño era metálica y grave, pero a él siempre lo había tratado con cordialidad.
El ejército que había en la explanada se deshizo. Y los hombres volvieron a sus casas, o burdeles o templos, todos ellos de mármol blanco como el pelo de un anciano. Trayon se reunió con todos sus generales en una inmensa sala para banquetes que existía en el Palacio Blanco y comentó cómo debían organizarse los batallones. Los generales se levantaron y fueron a las tiendas del campamento a los pies del lago. Durante la comida, fueron decidiendo dónde debía permanecer cada uno de sus hombres.
Trayon fue a despedirse de su señora.
Cuando llegó a su palacete, la encontró en el patio trasero, junto al pozo. Era un poco mayor que él, y tenía el pelo gris, largo y suave. Era delgada, de pechos generosos, piel blanca y ojos verdes. Leía con tranquilidad un romancero. No fue necesario hablar. Trayon la sujetó con delideza del mentón y comenzaron a besarse. No tardó ella en estar desnuda sobre él, cabalgándola como una gran amazona. Le agarró sus pelos dorados con fuerza, y entonces Trayón la agarró de las muñecas, la hizo desmontar, la dió la vuelta y la penetró por detrás. Ella comenzó a gritar y el le agarró de los pezones con firmeza. Pronto los flujos asomaron donde se juntaban los cuerpos, y jadeantes, descansaron abrazados con la espalda sobre el pozo. Ella le lamió el falo con suavidad.
-Mi mandoble…-susurró la mujer-. Volved, por los dioses, volved.
Trayón se colocó de nuevo el calzón y las calzas. Se despidió con un beso y fue a los pies del lago, donde los hombres que partirían hacia el Foco de Peste ya aguardarían.
Allí estaban, formando. Trayon montó a caballo, uno más grande de lo normal para que la proporción fuera la adecuada y revisó filas.
A medio camino les gritó:
-¡¡Yo soy Trayon, el que nunca perdió una batalla!!
Los soldados levantaron las picas y gritaron:
-¡¡¡Ral, Ral, Ral!!!
“Espero que el Norte merezca la pena tanto como mis hombre y yo mismo”. Pensó Trayon, orgulloso de su ejército.

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