11. El Castillo del Puente




Era la última noche que pasarían juntos. Su madre no dejó de miralo. Mientras el Juglar dormía, inquieto, ella le peinaba, suspirando.
Se hizo de día. Cuando Mirleen y el Juglar salieron al patio de armas, los caballeros de Guj ya estaban ensillando los tres caballos. Ardilla se dirigió al Juglar, sonriente.
- Ven, quiero que conozcas a tu caballo. Es un ejemplar magnífico. Un pura sangre negro como la noche. Deberías ponerle un nombre.
- Rayo- dijo el Juglar sin apenas pararse a pensar.
- Es un gran nombre-asintió Topen el Rug mientras cargaba los últimos paquetes en su silla-. Debemos partir ya, señora –Se giró hacia Mirleen-. Vuelve a casa. Él volverá.
Las lágrimas afloraron en los ojos de Mirleen.
- ¿Y si no es así?
- Entonces que el Dios Trueno nos acoja a todos.
Un abrazo infinito entre madre e hijo. Partieron. El Juglar nunca había montado a caballo, así que Ardilla tuvo que ayudarle con las riendas al principio. El Juglar giró la cabeza por última vez. Mirleen estaba bajo el rastrillo. Sola.
Cabalgaron hacia el sur. El camino era abrupto, salvaje. Lleno de escobas, piornos y carrascos secos. Los soles brillaban altos y con fuerza.
No hablaron mucho en toda la mañana. Junto a una solitaria encina pararon para comer. Prepararon un pequeño fuego con escobas y dos piedras silex, y lo alimentaron con ramas de carrasco. Cuando quedaron las brasas colocaron una parrilla y tiras de carne adobada.
- ¿No eres muy hablador, verdad muchacho? – Preguntó Topen el Rug.
- No hablo con quien no sé de qué hablar –contestó el Juglar.
- ¿Lo has visto ya?
- ¿A quién?
- Al titán.
El Juglar se sorprendió. Cómo aquel joven de piel pálida y mirada oscura y dura podía conocer sus sueños. El Juglar no contesto.
- Oye Ardilla, creo que nuestra poderosa arma no confía en su ejército.
Ardilla sonrió. El Juglar no pudo menos que enfadarse.
- ¿Ejército? Voy a una guerra, lo sé desde hace pocas horas. En las guerras muere gente. Se supone que soy una especie de arma poderosa y que tengo un ejército. Pero sólo conozco a dos hombres delgados sin armaduras, ni capas, ni blasones. ¿Qué clase de caballeros sois vosotros?
Entonces Ardilla y Topen el Rug rieron. Topen el Rug se levantó, desenvainó su espada fina y curvada y la clavó medio pulgar en el suelo. La espada vibraba, pero el pequeño y delgado hombre de negro saltó sobre ella y consiguió apoyar la punta de un pié sobre el borde de la empuñadura, y quedó en equilibrio sobre una pierna, sobre la espada. Ardilla le susurró entonces al joven Juglar:
- No trates que ningún caballero con capa y armadura haga eso.
Después de comer, continuaron cabalgando hacia el sur. Poco a poco los desniveles se hicieron más pronunciados. Bajaban por valles y volvían a subir. Oían el sonido de un millón de chicharras a su alrededor.
Al caer los soles llegaron a una pequeña fortaleza. No tenía nada que ver con la Posada Triste. Sólo era una torre. Además había ardido por completo y estaba hueca. Junto a ella había una charca casi seca, donde abrevaron a los caballos. Prepararon un fuego en el interior de las cuatro paredes y cenaron carne adobada.
- Vete a dormir, Juglar, Topen el Rug y yo montaremos guardia por turnos – Le dijo Ardilla.
Bajo un carrasco que crecía en el interior de la torre se tumbó el Juglar. Estaba agotado de andar todo el día a caballo, y no tardó en dormirse. Nunca había tenido tantos sueños lúcidos como aquellos últimos días.
Esta vez volvía a estar frente a la gran puerta. Pero al entrar no encontró al titán, sino una mesa redonda como jamás había visto, con cuatrocientos o quinientos comensales. Todos eran muy viejos, salvo uno que estaba junto a la única silla que quedaba libre. Franz se sentó en la silla y miró a los hombres que tenía a sus lados. A la izquierda había un anciano decrépito, con ropajes de marinero, que le miraba sonriente. El hombre de la derecha era un adulto de unos cuarenta y cinco años, muy parecido a Franz. Llevaba una armadura negra manchada de sangre. El hombre de la derecha le miró con seriedad y asintió dejando escapar un suspiro. De pronto Franz se dio cuenta de que todos los hombres le miraban. Unos sonreían, otros le miraban con seriedad, otros asentían cuando les miraba.
-¿Quiénes sois?-Les preguntó Franz.
-Todos somos tú, y tú eres todos nosotros-Le contestó el decrépito anciano que vestía de marinero.
Entonces en la mesa se convirtió en la mesa de un gran banquete, con buey asado y vino. Y todos los hombres comieron y hablaron. Franz no habló ni comió. Examinó el rostro de todos los hombres que estaban allí. Todos se parecían mucho, aunque sus ropas eran de los más variopintas. No encontró a otro hombre vestido de marinero. La mayoría iban vestidos como grandes señores, eso sí, de negro. Había uno que llevaba una armadura con unas alas de dragón en la espalda, de dos metros cada una, hechas de fundición y tela negra y tirante. Había otro con la cara pintada de blanco, con el dibujo de unas alas negras sobre sus ojos. Otro llevaba su barba blanca prendida en fuego…
Franz se despertó.
Topen el Rug montaba guardia en la puerta de la torre, mientras que Ardilla dormía silencioso junto a él Se levantó y se dirigió a Topen el Rug. Rompía el amanecer por el este. Los dos soles se alzaban tras nubes violeta claro.
- ¿A dónde vamos? – Le preguntó Franz esperando que la respuesta no fuera la que ya conocía.
- A Léh –Topen el Rug rompió rápidamente sus esperanzas-. Hoy llegaremos al Río Enfermo. Allí conocerás al Señor del Puente. Cuando esto era una importante ruta comercial, el Señor del Puente cobraba un pequeño impuesto por atravesar el Río. Se hizo con una gran fortuna, pero la perdió por comprar un diamante de Inrud. Se dice que enloqueció de fijarse en su brillo. Lo comprobaremos pronto.
Cuando Topen el Rug terminó de hablar Ardilla ya se encontraba junto a ellos. Desayunaron algo de queso y continuaron cabalgando hacia el sur. A mediodía se encontraron un riachuelo que bajaba con ellos al sur. Estaba medio seco. Los soles brillaban en lo alto cuando se encontraron con el Río Enfermo. Para ser verano, el caudal del Río Enfermo era descomunal. Ante ellos se habría paso un puente de piedra, de diez metros de ancho y una longitud que Franz no pudo calcular, tal era la anchura del río. Por lo menos tendría trescientos ojos. Al final del puente se alzaba un torreón. Tardaron casi dos horas en atravesar el puente, y por fin, llegaron a las puertas del Torreón. Desde la distancia el Torreón le había parecido al Juglar muy pequeño, pero conforme se aproximaron descubrió que se trataba de una construcción imponente. Las puertas eran de madera vieja y medían por lo menos cuatro metros. Sobre ella había una terraza que recorría toda la construcción. Estaba cerrada por estrechas ventanas ojivales ricamente ornamentadas. Sobre el balcón se alzaban las almenas, estrechas y alargadas, como una corona de piedra.
Descabalgaron y las puertas comenzaron a abrirse. Al otro lado apareció un hombre delgado vestido con un elegante jubón blanco. Tendría unos cuarenta años, y el pelo empezaba a ser blanco en torno a las orejas. Tenía la nariz afilada y las cejas angulosas, y un elegante bigote sobre una boca de labios estrechos.
-Os esperábamos caballeros- Dijo el hombre-.El águila llegó del este con un mensaje para vosotros. El vigilante del Foco afirma que las tropas del Norte están a punto de llegar a Barro, y que El ejército de Ral marcha hacia el norte. Se han producido algunas revueltas con desterrados montados en cabras. Pero el tiempo apremia. El Señor del Puente os está esperando para comer.
A través de las puertas se llegaba a un patio central, donde los caballeros ataron los caballos junto a un pilón de agua. Dentro de la fortaleza no había mucha actividad, aparte del hombre que los recibió, un par de mozos de cuadras y unos soldados que abrieron la puerta. "Baleros" oyó Ardilla que le susurraba a Topen el Rug.
- Por aquí, señores –el hombre les indicó unas escaleras que enrolladas en torno a un muro llevaban a la siguiente planta.
Llegaron al corredor iluminado por la terraza de arcos ojivales. Al fondo había una puerta de madera de cedro ricamente tallada con motivos vegetales. Tras ella, El Señor del Puente les esperaba tras una mesa para cuatro comensales con un cordero asado chorreando en su propia grasa, humeante, en el centro de la misma.
El Señor del Puente estaba al fondo de la instancia, en un sobrio trono de madera. Era un anciano con poco pelo en la cabeza, y una larga barba blanca que le reposaba sobre los muslos. Llevaba una armadura brillante de metal. Sus ojos les escrutaron en silencio bajo las pobladas cejas. Por fin Ardilla rompió el silencio.
-Ser Carlos. Cuanto honor.
Ser Carlos tosió una carcajada.
-Comed rápido, mis caballeros. “Los mazos” vendrán a por vosotros antes de que este cordero se enfríe.